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122 Francisco sentía que la Regla a este respecto no po– dría ser demasiado precisa y que si, por desgracia, se abriera la puerta a las interpretaciones, no se las podría contener. La sucesión de los acontecimientos y las con– vulsiones periódicas que trabajaron a su Orden prueban bastante bien que tenía razón. Ignoro y quiero ignorar si los teólogos han llegado a una conclusión científica sobre la pobreza de Jesús, pero parece evidente que la pobreza con el trabajo de las manos es en verdad el fin ideal señalado por el Galileo a los esfuerzos de sus discípulos. Por lo demás, la pobreza franciscana no se confunde -ha debido verse- ni con el orgullo insensible del es– toico, ni con el horror estúpido de ciertos devotos hacia todas las alegrías de este mundo: San Francisco sólo re– nunciaba a todo para poseerlo todo mejor. Hay en la vida de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos el error fatal de creer que cuanto más se posee, más se goza. Nuestras libertades exteriores, civiles, aumentan sin cesar; pero a la vez se van nuestras libertades interio– res; ¡cuántos hombres hay que están literalmente poseí– dos por lo que poseen! La pobreza no tan sólo permitió a los hermanos mez– clarse con los pobres y hablarles con autoridad, sino que les quitó todo cuidado material, les dejó gozar sin trabas de esos tesoros ocultos que la naturaleza reserva a los puros idealistas. El muro siempre más espeso que la vida moderna, con su enfermiza rebusca del confort inútil, ha estable– cido entre nosotros y la naturaleza, no existió para aque– llos hombres llenos de juventud y de vida, ávidos de es– pacio y de aire libre. De eso les provino a San Francisco y a sus compañeros el. sentimiento tan vivo de la natu– raleza que les hacía vibrar misteriosamente con ella. Esa comunión era tan íntima, tan ardiente, que la Umbría, con la poesía armoniosa de sus horizontes, el adveni– miento feliz de su primavera, es aún el mejor documento que estudiar con respecto a los primeros franciscanos. El