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121 La vida de Egidio se impuso desde un principio;· era a la vez tan original, tan alegre, tan espiritual y tan mística, que hasta en los relatos menos exactos y más amplificados su leyenda ha permanecido casi pura de todo agregado. Fué, después de San Francisco, la más hermosa encarnación del espíritu franciscano. Los rasgos que acaban de citarse son todos como ilus– traciones de la Regla: nada más explícito, en efecto, que sus preceptos sobre el trabajo. Los hermanos, después de su ingreso en la Orden, debían seguir ejerciendo el oficio que tenían en el mundo, y si no tenían, habían de aprender uno. Como pago, acep– taban sólo el alimento que les era necesario, y si éste les era insuficiente, podían mendigar. Amás les era per– mitido poseer las herramientas indispensables a su ofi– cio: el hermano Junipero, que conoceremos más tarde, tenía una lesna y componía zapatop por todas partes donde iba, y Santa Clara trabajó hasta en su lecho de muerte. Esta obligación del trabajo manual merecía ser pues– ta en evidencia, por cuanto no sobrevivió a San Fran– cisco y dió a la primera generación de la Orden gran parte de su originalidad.· No consiste en ello, sin embargo, la verdadera razón de ser de los Hermanos Menores. Su misión consistía sobre todo en ser esposos de la Pobreza. Asustado por los desórdenes eclesiásticos, asaltado por los tristes recuerdos de su vida pasada, Francisco veía en el dinero el instrumento diabólico por excelencia: a fuer-· za de exaltarse, llegaba a execrarlo, como si el metal mismo tuviera una especie de ·poder mágico y una mal– dición oculta. El dinero fué verdaderamente para Fran– cisco el sacramento del mal. No es este el sitio para determinar si tenía o no razón: graves autores han demostrado abundantemente los tras– tornos económicos que habríanse desencadenado sobre el mundo, si se le hubiera seguido. ¡Ay!, su locura, si locura hubo 1 no es de las que debamos temer el contagio.

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