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120 al volver se encontró con una señora que quiso comprarle la carga; se pusieron de acuerdo sobre el precio y Egidio llevó la leña a la casa de la mujer. Pero en la casa la señora se dió cuenta que era un religioso y quiso darle más de lo convenido: -Buena señora -dijo Egidio-, no quiero dejarme vencer por la avaricia - y se retiró sin aceptar nada. En tiempo de las olivas, ayudaba en la cosecha, en la época de la vendimia se hacía vendimiador. Otro día, en la plaza de Roma, donde se reclutaban los jornaleros, vió que un padrone no podía dar con un hom– bre para recoger sus nueces; el árbol era tan alto que nadie se atrevía a subir a su copa. -Si quieres darme una parte de las nueces -díjole Egidio-, yo las recogeré. El trato hecho y cumplido, Egidio recibió tantas nue– ces que no sabía dónde ponerlas. Hizo un saco de su túnica y volvió contentísimo a Roma, donde distribuyó sus nueces entre los pobres que hallaba al azar. ¿Ese rasgo no es encantador y no revela por sí solo toda la frescura, la juventud y la bondad de alma de los primeros Franciscanos? No se terminaría de contar uno a uno todos los recuerdos de la ingeniosidad del hermano Egidio. Para él todo trabajo era bueno, siempre que tu– viera por la mañana suficiente tiempo para sus deberes religiosos. Le encontramos al servicio del mayordomo d¡;l monasterio de los Cuatro Coronados, en Roma, para ta– mizar la harina y transportar el agua del convento que va a buscar a San Sixto. Lo hallamos en otra ocasión en Rieti, donde consiente en quedarse en casa del car– denal Nicolás, pero a donde lleva a cada comida el pan que ha sabido ganarse, a pesar de las instancias del dueño de casa, que quería ofrecerle su mesa. Un día llovió tanto que el hermano Egidio no pudo salir; el cardenal ya creía poder hacerle aceptar su pan, pero Egidio se fué a la cocina, la encontró sucia, y habiendo conseguido del co– cinero que le dejara limpiarla, volvió triunfante con el pan ganado para comer a la mesa del cardenal.

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