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119 ños pobres, es la que Francisco llama, en su poético len– guaje, mensa Domini, la mesa del Señor. El pan de la limosna es el pan de los ángeles, es también el de los pájaros, que no recogen ni amasan en sus graneros. Estamos, pues, bien lejos de la mendicidad entendida como medio normal de existencia. Es el extremo opuesto, y para ser exacto y justo con San Francisco y los prin– cipios de las órdenes mendicantes debemos separar la obligación del trabajo del elogio de la mendicidad. Sin duda que ese celo duró poco, y ya Tomás de Celano titula uno de sus capítulos: Lamentación a Dios sobre la pereza y la glotonería de los Hermanos; pero esa pronta e inevitable decadencia no debe velarnos la belleza sana y viril de los orígenes. / A pesar de su dulzura, Francisco supo mostrar infle– xible severidad con los perezosos; debió hasta ,expulsar a un hermano que pretendía no trabajar. Nada a este respecto revela mejor las intenciones del Poverello que la vida del hermano Egidio, uno de sus más queridos compañeros, del que decía sonriendo: -Es uno de los paladines de mi Mesa Redonda. El Hermano Egidio amaba las grandes aventuras, los viajes peligrosos, y es el vivo ejemplo de los Franciscanos de los primeros días; sobrevivió a su maestro en veinticin– co años y no dejó nunca de atenerse a la letra y al espíritu d~ la Regla. Partió un día en peregrinación para la Tie– rra Santa. Llegado a Brindisi, se hizo prestar un cántaro para acarrear agua y, en espera de la partida del barco .que debía tomar, pasaba sus días gritando por las calles: -¡Alla fresca! ¡Alla fresca! - como los otros agua– teros. Cambia:ba de oficio según los países y las circunstan– cias. Al volver, en Ancona se puso a construir cestos y canastas con juncos y pajas, no por dinero, sino por alimentos. Un día llegó a hacer de enterrador. Enviado a Roma, caminaba cada día muchas leguas después de terminados sus deberes religiosos, para ir a un bosque del que volvía con una carga de leña. Un día

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