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118 iban a ser los tiempos heroicos de la Orden. San Fran– cisco, en plena posesión de su ideal, tratará de inculcarlo a sus discípulos y lo conseguirá algunas veces, pero ya entonces la multiplicación demasiado rápida de los her– manos provocó algunos síntomas de indisciplina. El recuerdo del comienzo de aquel período ha puesto sobre los labios de Tomás de Celano una especie de cán– tico en honor de la vida monástica. Es el comentario intraducible y ardiente del grito del salmista: ¡Oh, cuán dulce, cuán agradable es ser hermanos y permanecer uni– dos! Su claustro era la selva que se -extendía entonces al– rededor de la Porciúncula, ocupando gran parte de la lla– nura. Allí se reunían alrededor de• su maestro para re– cibir sus consejos espirituales, y allí se retiraban para meditar y orar. Nos engañaríamos groseramente si creyéramos que la contemplación los absorbía por completo durante las jornadas no consagradas a jiras misionarías: una parte de su tíempo lo dedicaban a trabajos manuales. Sobre este punto, más que respecto a otros, las inten– ciones de San Francisco han sido desconocidas, pero se puede asegurar que en ninguna parte es más duro que cuando ordena a sus hermanos ganar su vida con el tra– bajo de sus manos. No quiso crear una Orden mendi– cante, creó una Orden trabajadora. Le veremos con fre– cuencia, es cierto, tender la mano e incitar a sus discí– pulos a hacer otro tanto; pero ello no debe confundirnos: quiere decir que cuando un hermano llegaba a una lo– calidad, si dedicaba largas horas en distribuir a las almas hambrientas el pan espiritual, no debía avergonzarse de recibir en cambio el pan material. Trabajar era la regla, mendigar era la excepción; pero esta excepción nada tenía de deshonroso. ¿Jesús, la Vir– gen, los discípulos no vivieron del pan que se les ofreció? ¿No es hacer a los que se pide un gran servicio enseñán– doles la caridad? Esa mesa a cuyo alrededor van a sentarse los peque-

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