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CAPITULO VIII EN LA PORCIUNCULA (12 11) Es casi seguro que por la primavera de 1211 los Her– manos dejaron Rivo-Torto. Estaban un día orando, cuan– do un campesino entró intempestivamente arreando un asno, a quien apaleaba para hacerle entrar en el pobre refugio: · -Entra, entra -decía el labriego a su bestia-, que aquí estaremos cómodos. Parece que el hombre temía que los Hermanos, con tanto prolongar su estada concluyesen por apropiarse del refugio. Tanta grosería disgustó mucho a Francisco, que se levantó de inmediato y se alejó seguido de todos sus compañeros. Como habían aumentado en número, los Hermanos no podían continuar como hasta entonces su vida errante; tenían necesidad de un hogar permanente y sobre todo de una pequeña capilla. Se dirigieron inútilmente al obispo para que se les facilitase una, luego a los canó– nigos de San Rufino. Tuvieron más suerte con el abate de los Benedictinos del monte Subasio, que les concedió a perpetuidad el uso de la Porciúncula. Francisco quedó encantado; veía entre el nombre del humilde santuario y el de su Orden una misteriosa ar– monía preparada por Dios mismo. Construyeron rápida– mente algunas chozas; setos vivos servían de cerco, y de es~a manera en dos o tres días quedó organizado el pri– mer convento franciscano. f~rn:ianecieron allí cerca de i;liez años. Esos die,z años

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