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114 biles, los minores, y llegó a reconciliarlos con los ricos, los majores. Su familia espiritual no tenía aún nombre propia– mente dicho, porque, a la inversa de los espíritus dema– siado apresurados, que bautizan a sus producciones antes de que hayan adquirido plena forma, esperaba la ocasión que le revelaría el verdadero nombre que debía darle. Un día alguien le leía la Regla. Cuando llegó al pasaje: "que los hermanos, en todas partes donde se encuentren para servir o para trabajar, no acepten jamás tarea que los coloque por encima de los demás ... sino, al contrario, que se pongan siempre por debajo ( sin minores) de todos los que se encuentran en el lugar", ese sin minores de la Regla en las circunstancias en que la ciudad se hallaba, le pareció de golpe como una indicación provi– dencial. Su instituto debía llamarse la Orden de los Hermanos Menores. · Se adivinará la impresión que produjo esta determi– nación: el Santo, porque ya se pronunciaba a su paso esta mágica palabra/el Santo se había pronunciado. El era quien iba a pacificar la ciudad, a servir de árbitro entre los dos partidos que la dividían. Aún se conserva el documento de esa paz civil, exhu– mado de los archivos comunales de Asís por el sabio y piadoso Antonio Cristofani. He aquí las primeras líneas: "¡En nombre de Dios! "¡Que la gracia suprema del Espíritu Santo nos asis– ta! En honor de nuestro Señor Jesús-Cristo, de la bien– aventurada Virgen María, del emperador Otón y del duque Leopoldo. "He aquí el estatuto y el acuerdo perpetuo convenido entre los Majores y los Menores de Asís. "Sin consentimiento común, no harán jamás ninguna especie de alianza ni con el Papa y sus nuncios o sus legados, ni con el emperador o con el rey, ni con sus em– bajadores o sus representantes, ni con ningún pueblo o ciudad, ni con persona alguna importante, sino de común

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