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113 movimientos populares. Europa entera parecía delirar; se vió aparecer en medio de las ciudades a mujeres desnu– das, paseándose por sus calles silenciosas como fan– tasmas. Se comprende ahora los relatos aparentemente fan– tásticos que nos han llegado sobre ciertos oradores po– pulares de aquella época: sobre Bertoldo de Ratisbona, por ejemplo, que reunía multitudes de sesenta mil per– sonas, o sobre aquel fray Giovanni de Vicenzo, que pacificó en un instante todo el norte de Italia haciendo que güel– fos y gibelinos se arrojaran en brazos unos de otros. Aquella elocuencia popular que en 1233 debía cum– plir tantas maravillas, derivaba en línea recta del movi– miento franciscano. San Francisco dió el ejemplo de aquellas predicaciones en lengua vulgar pronunciadas en las esquinas de las calles, en medio de las plazas, por los campos. Para comprender el cambio que aportaba, hay que leer los sermones de sus contemporáneos: declamatorios, es– colásticos, sutiles, se complacían en minucias de exége– sis o de dogmática, ofreciendo a su auditorio hambriento de alimento simple y sano, disertaciones alambicadas so– bre los textos más obscuros del Antiguo· Testamento. En Francisco, por el contrario, todo es incisivo, claro, práctico. Ignora los preceptos de los retores, se olvida por completo de sí para pensar tan sólo en el fin que persigue; la conversión de las almas. Y esa conversión no le parece algo vago, indeterminado, que deba ocurrir úni– camente entre Dios y el auditor. No; quiere pruebas in– mediatas y prácticas de la conversión. Hay que devol– ver los bienes mal adquiridos, renunciar a sus odios, re– conciliarse con sus adversarios. En Asís se lanzó valientemente en medio de las di– senciones civiles; la paz de 1202 entre los partidos que dividían a la ciudad había sido completamente efímera. El bajo pueblo reclamaba a cada instante nuevas liber– tades que nobles y burgueses sólo les acordaban bajo la presión del miedo. Francisco 3e puso del lado de los dé-