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110 racimo, se puso a comer las uvas. No era nada, pero este acto tan simple le conquistó de modo tan completo el corazón del enfermo que muchos años después el her– mano no podía contarlo sin emociqn. Con todo, Francisco no se olvidaba en lo más mínimo de su misión. Cada vez más seguro, no de sí mismo, sino de sus deberes respecto de los hombres, intervenía en los asuntos políticos y sociales de su país con esa seguridad de los corazones rectos y puros que no llegan a com– prender cómo pueden coligarse la estupidez, la maldad, el orgullo y la pereza para contener o desviar los ím– petus más bellos y más justos. Tenía la fe que trans– porta montañas, y carecía de esa pizca de escepticismo tan frecuente en nuestros días que detiene a los más valientes y a los más generosos en el momento de arro– jarse a la lucha contra las potencias tenebrosas. Cuando se conoció en Asís la aprobación de la Regla del hermano Francisco, hubo un movimiento irresistible: se quiso oírle predicar. El clero tuvo que ceder, y se le ofreció el púlpito de la iglesia de San Jorge, pero ésta era manifiestamente insuficiente para la ola de los audi– tores: hubo que ir a la catedral. Si Francisco nada nuevo dijo, disponía para conquis– tar los corazones de lo que vale más que todos los artificios oratorios, una convicción ardiente; hablaba forzado por la necesidad imperiosa de comunicar su llama interior. Cuando se le oyó recordar los horrores de la guerra, los crímenes del pueblo, las cobardías de los grandes, la ra– pacidad que deshonraba a la Iglesia, la viudez ya varias veces secular de la Pobreza, cada uno se sintió herido en . su conciencia. Una multitud atenta o excitada es de ordinario muy impresionable, pero esa sensibilidad particular ha sido conmovida con más fuerza en la Edad Media. El desarre– glo nervioso era entonces endémico, y sobre gentes así dispuestas la voluntad del predicador se impone de ma– nera casi magnética. Para comprender lo que pudiero:J?. ser las predicaciones

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