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107. del barro mezclado de sangre por el que resbalaban, para llevarlos, a pesar de ellos mismos, a regiones bien eleva– das y serenas, en pleno cielo, en las que todo calla, salvo la voz del Padre celeste: "Todo el país se agitaba. Los campos sin cultivo se.cubrían ya de ricas mieses; las secas viñas reverdecían". Sólo un alma profundamente poética y religiosa -¿no es acaso lo mismo?- puede comprender los arrobamien– tos y las alegrías que inundaban las almas de los hijos .espirituales de San Francisco. El mayor crimen de nuestra civilización industrial y comercial es no dejarnos gustar más que por lo que se adquiere por dinero, haciéndonos olvidar los goces más puros, más verdaderos que están ahí, a nuestro alcance. El mal viene de muy lejos: "¿Por qué, decía ya el Dios del viejo Isaías, pesais dinero para lo que no sustenta? Escuchadme, pues, y comeréis lo que es bueno, y vuestra alma se delectará con viandas suculentas". Las alegrías compradas a precio de dinero, los place– res ruidosos, febriles, nada son, comparados con las dulces alegrías, pacíficas, modestas, pero profundas, durables, tranquilizadoras, que ensanchan el corazón en vez de disminuirlo, que hacen reposar al espíritu en vez de fatigarlo, y a cuyo lado pasamos con frecuencia poco más o menos como los labriegos que quedan embobados ante los fuegos artificiales de una feria pública pero no saben contemplar los gloriosos esplendores de una noche de verano. Ya hemos tratado del hospicio de leprosos de Asís, puesto, como es costumbre, bajo el pátrocinio de San Lá– zaro y de. Santa María Magdalena. Muy cerca de él, y en sus mismas dependencias, hallábase un edificio muy exiguo en el que podían en caso necesario refugiarse los viajeros sorprendidos por la noche y que no tenían tiempo de llegar a la ciudad antes del cierre de las puer– tas. Ese refugio se llamaba Rivo-Torto, a causa de los meandros que formaba allí un torrente que ha desapa-

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