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106 cuentro fué para Tomás como la radiosa aurora de su vida espiritual. Los hermanos se habían puesto a predicar en todas las localidades que hallaron en su camino. Sus palabras eran casi siempre las mismas; deseaban la paz y exhor– taban a la penitencia. Enardecidos por el recibimiento que habían obtenido en Roma y que muy inocentemente pudieron considerar como más favorable de lo que fué en realidad, lo contaban a cuantos encontraban y apa– ciguaban así los escrúpulos de todos. El efecto de tales exhortaciones, en las que Francisco halagaba tan poco a sus oyentes, aunque sus reproches más severos estaban siempre impregnados de tanto amor, fué enorme. El hombre quiere más que nada ser amado, y si encuentra a alguien que le ama sinceramente, es raro que pueda negarle su corazón y su admiración. Sólo el vulgo confunde el amor con la debilidad y la complacencia. Se ve a veces a enfermos ·besar febril– mente la mano del cirujano que les opera: obramos lo mismo con los cirujanos espirituales, porque sentimos todo el vigor, toda la piedad, toda la compasión que hay en las torturas que inflingen, y los gritos que nos arran– can son a la vez gritos de reconocimiento y gritos de dolor. De todas partes acudía gente para escuchar a estos predicadores que eran mucho más severos consigo mis– mos que con los demás. A los auditorios improvisados que se formaban en las calles y en las plazas públicas se unían muchas veces monjes, miembros del clero secu– lar, hombres inst:mídos y personas de fortuna. No se convertían todos, pero les era difícil después olvidar a ese desconocido, encontrado por casualidad en su ca– mino y quien, con algunas palabras sencillas, había tur– bado sus corazones, llenándolos de temor. Francisco era en verdad, como Celano dice, la estrella brillante de la mañana. Su predicación tan simple se apoderaba de las conciencias, arrancaba a sus oyentes

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