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CAPITULO VII RIVO-TORTO (1210 - 1211) Los Penitentes de Asís desbordaban de alegría. Des– pués de tantos días mortalmente largos, pasados en aque– lla Roma tan diferente de las otras ciudades que cono– cían, expuestos a las desconfianzas poco disimuladas de los prelados, a las burlas de la servidumbre pontifical, la partida les parecía una liberación. Ante la idea de volver a contemplar sus queridas montañas, experimentaban esa nostalgia infantil del pueblo natal que las almas sim– ples y buenas conservan hasta su último suspiro. En seguida después de la ceremonia fueron a arro– dillarse a la tumba de San Pedro, y atravesando toda la ciudad dejaron Roma por la puerta Salara. Tomás de Celano, muy breve en lo que concierne a la estada de Francisco en la Ciudad Eterna, se detiene extensamente al hablar de la alegría de los hermanos cuando salieron de la ciudad papal. Ya sus recuerdos se transfiguraban: penas, fatigas, temores, dudas, todo lo olvidaron; no pensaban más que en las seguridades pa– ternales dadas por el soberano pontífice -vicario del Cristo, señor y padre del universo cristiano- y se pro– metían1 realizar incesantes esfuerzos para seguir fiel– mente los preceptos de la Regla. Conversando de esto, se aventuraron en la campiña romana que los habitantes de la región no se atreven a cruzar en la estación de los calores. El camino se dirige hacia el norte, bastante alejado del Tíber; a la izquierda la cresta dentada del Soracte, ahogada en la bruma formada por las exhalaciones del

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