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99 tro fervor es demasiado grande para que se pueda dudar de vosotros, pero debo pensar en los que vendrán de.spués de vosotros, temeroso de que vuestro género de vida esté por encima de sus fuerzas. Y después de haber agregado algunas buenas pala– bras, los despidió sin tomar resolución definitiva, prome– tiéndoles consultar con los cardenales, y recomendó a Francisco en particular dirigirse a Dios a fin de que él mismo manifestara su voluntad. La ansiedad de Francisco debió ser muy grande; no comprendía la razón de tanta lentitud, ni tantos testi– monios de afecto que nunca eran confirmados por una aprobación categórica. Le parecía que había dicho todo ló que tenía que decir. Para hallar nuevos argumentos no tenía más que un recurso, la oración. Se sintió favorablemente oído al hallar en su conver– sación con Jesús la parábola de la Pobreza, y volvió a proponerla al Papa: "Había en un desierto una mujer muy pobre pero hermosa. Un gran rey al contemplar su belleza quiso hacerla su esposa, porque podía engendrar con ella hijos hermosos. Contraído y consumado el matrimonio, nacieron muchos hijos. Cuando éstos se hicieron gran– des, su· madre les habló así: "-HijOB míos, no tenéis que avergonzaros porque sois hijos del rey; acudid, pues, a su corte, y os dará todo lo que os sea necesario. "Cuando llegaron a la Corte, el rey admiró su be– lleza, y viendo que se le parecían, les dijo: "-¿De quién sois hijos? "Y cuando respondieron que eran hijos de una pobre mujer que habitaba en el desierto, el rey, feliz, los abrazó, diciendo: "-No tengais ningún temor porque sois mis hijos; si extraños comen en mi mesa, con mayor razón vosotros, que sois mis hijos legítimos.

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