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98 corriente de los hechos y ambiciones de los Penitentes. Les prodigó las más afectuosas pruebas de su interés, yendo hasta recomendarse a sus oraciones. Pero esas se– guridades que han sido siempre, parece, la moneda de cambio de la Corte de Roma, no le impidieron el examinar a los penitentes muchos días seguidos, y hacerles una in– finidad de preguntas que terminaban siempre con el con– sejo de que entraran en una Orden ya existente. A todo ello el pobre Francisco respondía como podía, con frecuencia no sin dificultad, porque le hubiera gus– tado no aparecer desoyendo los consejos del cardenal, y, sin ·embargo, se sentía en su corazón en el imperioso deber de obedecer a su vocación. El prelado volvía en– tonces a la carga, insinuaba que resultaría muy penoso poder perseverar en tal propósito, que el entusiasmo del primer momento pasaría, y de nuevo indicaba caminos más fáciles de seguir. Por último tuvo que darse por ven– cido. La insistencia de Francisco, que en ningún instante mostró debilidad, ni dudó de su misión, se impuso al cardenal, al mismo tiempo que la perfecta humildad de los Penitentes y su ingenua y evidente fidelidad a la Iglesia romana le tranquilizaban sobre la cuestión de la herejía. Les anunció, pues, que hablaría de ellos al Papa, y defendería ante el Sumo Pontífice su causa. Según el relato de los Tres Compañeros, habría dicho al Papa: -He encontrado un hombre de la más alta perfección, que quiere vivir en conformidad con el Santo Evangelio y observar estrictamente la perfección evangélica. Creo que por intermedio de ese hombre el Señor quiere refor– mar en el mundo entero la fe de la Santa Iglesia. Al día siguiente presentó a Francisco y sus compa– ñeros a Inocencia III. El Papa no les escatimó, natural– mente, las palabras de simpatía, pero les repitió también las observaciones y consejos que se les había prodigado antes. -Mis queridos hijos -les había dicho-, vuestra vida · me parece demasiado difícil; creo firmemente que vues-

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