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La «riqueza de la pobreza» (2Cor 8)… 106 107 entre judíos, sino entre paganos y judíos. La petición de «acordarse de los pobres» hecha por los de Jerusalén suponía una aceptación tácita de la pertenencia de los paganos al pueblo elegido, puesto que los de Jerusalén aceptaban la solidaridad de los de Antioquía como fruto del anuncio del Evangelio. «Acordarse de los pobres» era, en este contexto, un vínculo material que concretaba la comunión entre pueblos, entre gentes separadas hasta entonces, que encontraban en la solidaridad el modo de romper unas fronteras que nunca antes habían sido superadas como ahora. Este fruto del Evangelio lograba que el anuncio de la Pascua de Jesús tuviera unas conse- cuencias históricas y sociológicas de enormes dimensiones y que llevara a los primeros cristianos a superar barreras étnicas, culturales, sociales y reli- giosas. La solidaridad fue capaz de crear lazos, abrir puertas, unir pueblos… Esto era el Evangelio anunciado por los primeros seguidores de Jesús fuera de Palestina. b) «La riqueza de la pobreza» (2Cor 8,9) Esta tarea de «acordarse de los pobres» Pablo la concretó en una colecta que fue realizando en todas sus comunidades formadas por mayoría de creyentes de origen pagano. Su misión con los paganos en las ciudades de Asia Menor, Macedonia, Acaya, Galacia… tuvo, entre otros, un denomina- dor común: la colecta para los pobres de Jerusalén. Con ella, como hemos visto, además de aliviar la dura situación de las comunidades necesitadas de Judea, creaba, sobre todo, un vínculo de comunión con aquellos. La soli- daridad que se expresaba en la colecta era, para Pablo, un fruto coherente con el Evangelio: era el mismo Evangelio. Así lo expresa Pablo en 2Cor 8,9: «Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza». ¿Cómo puede alguien enriquecer con su pobreza? Es una contradicción que, sin embargo, forma parte de la historia de Jesús: su autoentrega, su abajamiento hasta la cruz fue recompen- sado por Dios con «el nombre sobre todo nombre» (Flp 2,9). Así, el des- prendimiento, la autoentrega, la autoestigmatización que Jesús fue realizando a lo largo de su vida hasta el final, Dios la acogió como obediencia, honor, reconocimiento, prestigio. Dios, al resucitar a Jesús, invirtió el valor negativo que tenía su entrega, su estigma, su deshonor, reconociéndole el máximo prestigio, el máximo poder, cuando no tenía ninguno. Este movimiento simbólico de abajamiento y exaltación será, para los primeros cristianos, un

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