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sí o por un delegado competente, acudiese a ino– cularla a su aislada comunidad. Los apuros del superior de capuchinos fueron indecibles, máxime teniendo en cuenta que la fraternidad vivía de unas limosnas que ya no podrían llegar a ella, pues la policía se mostró inflexible. El Padre Luis se resignó, pensando que el Señor no los abandonaría. Y así fue, pues los campesinos se las ingeniaron para burlar la vigi– lancia de los carabineros e inundaron el « sitiado » convento con más limosnas que nunca. No menores tribulaciones le vinieron de parte de sus religiosas, para quienes la epidemia significó la prueba de sangre . El ayuntamiento de Masama– grell le pidió enviase algunas a cuidar de los contagiados, de quienes huían con frecuencia los propios familiares; el fundador vio que tal so– corro demandaba una virtud heroica, y por eso se limitó a exponerles el asunto y decirles que, si alguna se sentía con fuerzas para la empresa, lo manifestara y firmara en carta. Se ofrecieron todas; fueron enviadas cuatro y al poco tiempo habían muerto las tres más jóvenes. Pero su sacrifido llenó de dinamismo a la probada congregación, que experimentó un rápido aumento y la apertura de nuevos horizontes a su celo. Los niños huérfanos a causa de la epi– demia eran numerosos, y de acuerdo con las juntas .33

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