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sino también su manutención y avituallamiento. Son impresionan– tes por su número y deliciosamente curiosas por su detallada: espe– cificación las listas de provisiones que se enviaron de España a la misión de Cumaná. He aquí una de ellas, y no completa: Doscientos cuatro cuchillos, veintiuna docenas y media de sombreros, quince hachas, treinta y cuatro pares de alpargatas, quince docenas de peines, doscientos platos y doscientas tazas de barro, quince copas de vidrio doradas, cincuenta varas de cintas "labradas", trece reales y medio de cuentas para rezar, diez cálices de plata, ciento treinta y dos varas y media de presilla, quince varas de holanda fina y catorce de corriente, cinco campanas grandes y cinco pequeñas, cinco imágenes del Salvador, cinco arcas con sus cerraduras, setenta y siete volúmenes de libros por valor de 20.348 ma– ravedíes, siete chinchorros o redes para pescar. Faustos fueron ciertamente los inicios de la conquista pacífica intentada por los franciscanos, tanto que en su descripción se corre el peligro de caer en el lirismo. Los frailes se dividieron en peque– ñas comunidades o misiones, con cuatro religiosos en cada una. Fue nombrado superior el padre Juan Garceta, "muy buen religioso y persona prudente, deseoso de hacer fruto en aquellas gentes, creo que de Picardía", según Las Casas. Predicaba a los indígenas en su propio idioma. Estos pequeños monasterios eran de madera y paja, y al menos uno de ellos, el que estaba "a un tiro de ballesta de la costa de la mar, junto a la ribera del río que llaman Cumaná", ofrecía un as– pecto decididamente bucólico, con su seto de cañas, con su huerta, con su viña, "con sus naranjos de maravillosas naranjas" y hasta una rústica noria movida por un mulito... (En cuanto a este muli– to de los frailes, manso y silencioso sin duda, se sabe por el cronis– ta Herrera que murió de forma violenta e injusta durante la rebe– lión de los indios del año 1522). Los misioneros, según el cronista López de Gómara, hicieron grandísimo fruto en la conversión de los indios, a muchos de los cuales enseñaron a leer, escribir y ayudar a Misa. Recorrían el te– rritorio "como ángeles veloces" y lo pacificaron de forma tal, que un cronista de la época, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, nada sospechoso de fantaseador, pudo escribir: "Estuvo la provincia 96
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