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Un gesto profético: liar los bártulos En mayo de 1515, fray Diego de Torres y fray Andrés de Val– dés viajan a la Corte para informar sobre la marcha de la colonia de Darién. Les acompaña Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, años después, había de escribir una amplia relación sobre el mal es– tado en que se hallaban las cosas en Castilla del Oro. En 1518, el obispo fray Juan de Quevedo, quien, ya para 1515, tenía construida su catedral, se decide a ir -también él- a España a informar personalmente sobre los graves problemas de su diócesis y sobre las vejaciones de que eran víctimas los nativos. Se entrevis– ta en Barcelona con el emperador Carlos V. La valiente denuncia que hace de los maltratos que reciben los indios de Darién no le salva de una agria controversia que tiene que sostener, en la misma Corte, con Bartolomé de Las Casas. Los franciscanos de Darién no se contentan con denuncias por escrito o ante la Corte. Fray Francisco de San Román, por ejemplo, lucha a favor de los indios en el mismo terreno de los hechos, fren– te a Pedrarias Dávila. Otros prefieren obrar y callar. Se sabe que un grupo de mucha– chos indígenas fueron educados en el mismo convento de Santa María de Darién. En 1519 se precipitan los acontecimientos. El obispo Quevedo fallece en España. Ante el fracaso de su gestión en Santa María de Darién, el viiejo gobernador Pedrarias decide trasladar la capital a Pa– namá en agosto de 1519. Ya antes, los franciscanos de Darién rea– lizan un gesto profético: como protesta contra las injusticias que se cometen con los nativos y para expresar que su apostolado se ha vuelto ineficaz en el deteriorado ambiente de la ciudad, abandonan el convento y se llevan a Santo Domingo el ajuar de la iglesia. De– nunciados, el rey los requiere por medio de una Cédula, fechada el 6 de agosto de 1519. Al parecer, no todos los moradores del convento de Darién lo dejan, pues todavía en 1524 funge en él de superior al padre An– drés de Valdés. Uno de sus últimos religiosos es fray Alonso de Esto– val, el "muy amante y querido de los indios". Mientras tanto, la ciudad de Santa María la Antigua de Darién, en la que tan doradas ilusiones pusieran reyes y gobernadores, obis– pos y frailes, es abandonada de sus habitantes. Sus edificios se des– moronan y la selva devora sus ruinas. Una vez más se cumple el viejo refrán: "A gran salto, gran quebranto". 91

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