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Para cuando Enriquillo bajó de la sierra, sus hermanos de raza eran una minoría: unos pocos centenares, de los cuales algunos sobrevivían ocultos en la espesura de los montes. En el año 1555 se descubrieron "cuatro pueblos de indios de que no se sabía: el uno cerca de Puerto Plata, el otro en aquella costa más adelante, en la provincia que se solía decir de los Ciguayos; otro en la de Samaná y otro en el cabo de la Isla que se mira a la de Cuba...". Así informó el Consejo de Indias en 1556. En 1570, el geógrafo Juan López de Velasco escribía que en la isla había diez pueblos de españoles y sólo dos de indios. Uno de estos era Boyá. Allí se asentaron unas veinte familias rescatadas del poder de piratas franceses y algunas más que un religioso agus– tino halló dispersas por los montes vecinos. Los franciscanos, que tan cerca habían estado de los nativos de Santo Domingo desde su mismo descubrimiento, y que tanto habían luchado para devolverles la libertad, tampoco abandonaron a los últimos representantes de la desdichada raza congregados en Boyá. El franciscano fray Andrés de Carvajal, nombrado Arzobispo de Santo Domingo en 1568, se interesó vivamente por su estado. En 1571 escribió a Felipe II diciéndole que en Boyá vivían unos vein– ticinco vecinos, "todos viejos y pobres y sin hijos"... No contento con procurarles el favor del rey, les envió como capellán a un franciscano, al padre Melchor de Escamilla, para que les atendiera en todo. Este oscuro fraile, protector y pastor de los últimos indios de Boyá, cierra el largo elenco de los franciscanos que en los dos pri– meros tercios del siglo XVI lucharon en pro de los dolientes nati– vos de Quisqueya. Con la historia ante los ojos, podemos afirmar con legítimo or– gullo que los hijos de san Francisco siempre permanecieron al lado de los indios dominicanos -víctimas del violento choque de dos desiguales culturas- y defendieron sus derechos hasta el fin. 60

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