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Este santo que tan ascéticamente niega todo solaz a su debilita– do cuerpo, nunca maldice la vida ni condena la belleza. Usa sus raros poderes para el bien de los hombres, sobre todo de los pobres y necesitados. En 1595 la obediencia religiosa le llama a la ciudad de Lima. Se pone en marcha. Viaja a pie, como siempre. De Jujuy sube a Potosí. Pasa por Cochabamba. Visita el santuario de Copacabana. Atraviesa la Cordillera Real, sus páramos y nevados. Desciende al valle de Cuzco. Se detiene en el convento de Huamanga, en las al– turas de Ayacucho. Y desde Huancayo, a mediados del año, baja a Lima. En Lima y Trujillo: experiencia de la bondad de Dios y del sufrimiento del hombre Lima, la flamante capital del Virreinato del Perú, donde las más bellas damas de las Indias lucían brocados traídos de Europa, y donde opulentos mercaderes presumían de calzar sus muebles con barras de oro, era una ciudad pequeña -unos catorce mil habi– tantes-, pero divertida y bullanguera, inquieta y rumbosa. Para sortear, quizás, los peligros del triunfalismo y de la brillan– te actividad social de su gran convento de San Francisco -cerca de doscientos frailes-, y responder, al mismo tiempo a las exigen– cias de la pobreza y la humildad, los franciscanos de Lima constru– yen, en el año 1595, la Recoleta "Nuestra Señora de los Angeles". A este convento, levantado en las afueras de la ciudad, "pobre y muy pequeño y sin blanquear", se acoge muy gustoso san Francisco Solano en calidad de Vicario. Amigo de la austeridad y de la belleza espontánea de las cosas, procura -sin lograrlo- que los marcos de las puertas y ventanas del convento queden sin pulir; sin encalar las paredes, y el piso sin enlosar. En su celda, por demás reducida, sólo tiene un crucifijo, una silla y un camastro cubierto con raída manta. Sobre la mesa, un candil, un breviario, una Biblia y dos o tres libros religiosos. Lo que más cordialmente anhela Solano en el silencioso con– vento de la Recoleta es "estar recogido". En cierta ocasión confie– sa que es capaz de pasar varios años engolfado en la meditación de una o dos verdades de la Fe. Mantiene recogido su espíritu aún afuera de los muros del convento. Cuando en 1602 se traslada a Tru– jillo, hace la travesía en profundo silencio meditativo. Al indicár– sele que recios vientos agitan las olas del mar, comenta sin salir de sus reflexiones: -Mi vida es una ráfaga que pasa. Y ésta es la úrii– ca frase que pronuncia en todo el viaje. 364

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