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Perú en un aventurado viaje. Porque Asunción se ha convertido en punto de partida para el interior del inmenso Continente Sudame– ricano. El centro de la tierra paraguaya ya no es el legendario yvi Pité de los guaraníes, sino Asunción, la ciudad de los colonizado– res, "cabeza de las provincias del Río de la Plata", según rezan, no sin su punto de vanidad, los viejos documentos. Así, aunque a costa de sus propias instituciones y de su origi– nal cultura, el cerrado y primitivo mundo de los tupí-guaraníes se abre a un orden más universal, a una nueva civilización. Los viejos guaraníes que prefirieron -y lograron- quedar anclados en su mun– do ancestral, en su antiguo modo de ser, llorarán más tarde: "Aho– ra la tierra está vieja, nuestras generaciones ya no prosperarán. A todos los que murieron vamos a volver a ver cuando caiga la noche. Bajará el murciélago para acabar con la generación que habita esta tierra. De noche baja el tigre azul. El tigre azul baja para devorar– nos" (texto apapokuvá). El nuevo orden estaba devorando la vieja sociedad nacida es– pontáneamente en la tierra guaraní. A salvarla, dentro de los lími– tes que impone la Historia, llega al Paraguay, en 1575, un hijo de san Francisco: fray Luis Bolaños. Primeras tareas: conquista pacífica y doctrinas El día 8 de febrero de 1575 llegaron a Asunción dos francisca– nos: fray Alonso de San Buenaventura y fray Luis Bolaños. El pri– mero era un religioso de edad madura y con fama de sacerdote san– to; el segundo no pasaba de los 25 años de edad y sólo había sido ordenado diácono en su nativa Andalucía. Vinieron en la armada de Juan Ortiz de Zárate, en compañía de otros diez franciscanos: Alonso de Armijo, Juan Martínez, Juan de Mora, Diego de Agreda, Pedro de la Torre, Antonio de Alcacer, Antonio Navarro, Andrés Vázquez, Luis Navarrete y Gregario de Bilbao,.Ornamentos, campa– nas y cálices figuran en el matalotaje de los doce frailes. Al entrar en Asunción, los misioneros tuvieron que hospedarse en una ermita. Si bien a partir de 1542 algunos franciscanos, en– tre ellos Armenta, Lebrón, Aroca y Ocampo, habían actuado en la ciudad, la Orden no disponía en ella de casa propia. Alonso de San Buenaventura y el joven diácono no estuvieron mano sobre mano en su solitaria ermita. Años más tarde, el clérigo don Pedro de Sierra y Ron declaró que había presenciado la llega– da de los dos frailes a la ciudad y que "luego se ocuparon en la con– versión de los indios naturales del distrito desta ciudad". 342
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