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Sobre las inhumanas condiciones en que trabajaban los remeros del Magdalena habla también fray Juan de San Filiberto, sucesor de fray Jerónimo en el cargo de custodio: "Los envían al desem– barcadero y a todas partes por cargas y les llevan el precio de su trabajo y no les dan nada ni aun apenas maíz crudo que coman en el camino". Los dos viajes que fray Jerónimo de San Miguel hizo por el Magdalena -el segundo, agua abajo, con el oidor Beltrán de Gón– gora- despertaron su conciencia social y marcaron la trayectoria de su corta y trágica vida de misionero. Las exigencias de la verdad Mientras Jerónimo de San Miguel, después de haber trepado por las escarpadas laderas de la barranca del Magdalena, fue penetran– do en el interior del recién conquistado país y poniéndose al tanto de las condiciones en que habían quedado los vencidos, echó de ver que tan sólo para una sencilla y terrible misión le había llevado Dios a las tierras de Colombia: proclamar la verdad. En la carta que escribió al Emperador el día 20 de agosto de 1550 salta a cada paso esta preocupación suya. Dice en ella que "aunque en los es– trados se manda lo que es justo, fuera de ellos se disimula lo que no era razón de se disimular". Ante este proceder hipócrita, él se propone "dar aviso a Vuestra Alteza... porque sabiendo la verdad, provea cómo estos naturales sean bien tratados, como también por descargo de mi conciencia". Es tan acendrado su amor a la verdad de los hechos, que pide al Emperador que a sus cartas "no se dé más fe de cuanto fuesen con verdad escritas, y si en ellas se hallare ha– ber yo escrito cosa que contra verdad sea, pido que Vuestra Alte– za, como falsario, me mande castigar, pues parece especie de trai– ción con falsedad informar en cosas tan graves a su rey y señor. Empero yo espero que podrá más con Vuestra Alteza la fuerza de la verdad que las de personas apasionadas y con tal esperanza no de– jaré de decir y escribir la verdad". La primera exigencia de la verdad era proclamar que aquellos indios subyugados por la espada no eran unos salvajes, incapaces de reclamar derechos o de exigir trato humano; al contrario, bien pronto observó que eran "de muy vivo ingenio y de muy grande ha– bilidad e gran razón... Es gente que no se deja engañar". Es más, era preciso admitir que los indios, aunque vencidos por la fuerza de las armas, eran hombres libres y que, por tanto, ninguna servidumbre o esclavitud podía, en conciencia, justificarse. "No hay género de servidumbre -manifestaba al rey- que no pa- 311

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