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Pero la obra americanista de Valadés no se reduce a una simple apología del indio, ni es mero fruto de la reacción que despierta en el fraile mestizo el injusto ataque de un enemigo de América; obe– dece, ante todo, a la concepción humanista que tiene del hombre y de la cultura. Humanista hasta las cachas El humanismo renacentista entró en México a hilo de la evange– lización llevada a cabo por los primeros misioneros y obispos. El pensamiento de fray Juan de Zumárraga, máximo organiza– dor de la Iglesia novohispana, estaba inspirado notablemente por Erasmo de Rotterdam. El obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, era discípulo de Nebrija. Vasco de Quiroga conocía a fondo la Utopía de Tomás Moro. Si la defensa de las culturas autóctonas de Amé– rica tiene en fray Bartolomé de Las Casas un acérrimo defensor, el principal promotor de su conversación y estudio en México es fray Bernardino de Sahagún, alumno de la Universidad de Salaman– ca. Francisco Cervantes de Salazar introduce en México el pensa– miento de Luis Vives. Los franciscanos del primer período misional de Nueva España no se distinguen solamente por su fervor religioso, sino también por su extraordinario afán por los estudios lingüísticos y etnográficos, por su promoción de obras de arquitectura, pintura y escultura (recuérdese a fray Pedro de Gante) y por la importan– cia que dan al estudio de los autores clásicos, sobre todo en el co– legio de Santa Cruz de Tlatelolco. En este ambiente humanista de la provincia del santo Evange– lio se forma y mueve Valadés entre los años 1545 y 1570. Amigo de apuntes y libros desde sus primeros años, asimila en tal forma la ideología y los gustos del movimiento humanista, que éste confi– gura su pensamiento de teólogo y su sensibilidad de grabador. No es, pues, de extrañar que, al llegar a Roma, se sienta co– mo el pez en el agua y se entusiasme ante las esculturas y pinturas del Renacimiento. Cita continuamente a los clásicos griegos y latinos. Para él, Platón es el mayor de los filósofos; Aristóteles, el más sistemático; Sócrates, el más admirable; Cicerón, a quien cita cincuenta y siete veces en su Rethorica, es la cúspide de la elocuencia, mientras De– móstenes es su gloria. Copia frases de Homero, Jenofonte, Eurípi– des, Virgilio, Horacio, Quintiliano, Ovidio, Juvenal, Tito Livio, Séneca, Catón, Plutarco, Plotino... Como buen humanista, al tratar de las cualidades que debe revestir la predicación cristiana, no en– cuentra inconveniente alguno en presentar una síntesis del pensa– miento pagano. Lleva tan metida en la sangre la formación clásica, 281

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