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de su apostolado entre los indios chichimecas y en los de su docen– cia por los conventos de México. Deseaba, además, con el Itine– rario, suscitar en España vocaciones misioneras para América y po– ner en manos de los nuevos evangelizadores un instrumento muy útil para su futuro apostolado. Pero, en su plan de dar a conocer en Europa la obra de Focher, entraba otro motivo: con los escri– tos del jurista franciscano -y, sobre todo, con los que él mismo proyectaba publicar- quería llevar a la Iglesia del Viejo Mundo el espíritu de la Iglesia misional del Nuevo Mundo y, al mismo tiem– po, demostrar a la intelectualidad europea que la cultura, tanto re– ligiosa como profana, había alcanzado en las Indias un alto nivel. Valadés llevaba muy dentro -en su misma sangre- el amor a Amé– rica para desperdiciar la extraordinaria ocasión que su viaje le brin– daba de mostrar a los humanistas de Europa el sorprendente hecho de que, en sólo cincuenta años de evangelización y de labor civili– zadora, la Iglesia indiana hubiese escalado una altura tan insospe– chada. "No quiero aminorar el valor de los romanos -escribiría po– cos años después, precisamente desde Roma-; sin embargo, hay que exaltar con mayores alabanzas y con nuevas y esclarecidas palabras el inaudito valor de Hernán Cortés y de los religiosos que llegaron a estos nuevos mundos. Pues es cierto que no ha habido nadie de ánimo tan grande como para emprender tan ardua empresa o lle– varla a término en tan breve espacio de tiempo". Para el padre Valadés, la edición del libro de Focher significa– ba el inicio de una nueva etapa en su vida, tan rica en experien– cias. Había sido, en efecto, por algún tiempo, ayudante y secreta– rio del gran pedagogo Pedro de Gante, tal como él afirma: "yo mismo escribí, en su nombre, muchas cartas". No contento con sus estudios de dibujo y teología, había cooperado a explorar las vastas regiones de Nueva Vizcaya y Zacatecas: "En el número de esos ex– ploradores, yo también me encontré, gracias a Dios". Además de ilustrar con sus enseñanzas las cátedras de la provincia del santo Evangelio, había sido misionero entre indios: "He morado entre ellos (loado sea Dios) treinta años más o menos, y me dediqué du– rante más de veintidós años a predicarles y confesarlos en sus tres idiomas: mexicano, tarasco y otomí". Ahora, de pronto, está ante la coyuntura más codiciada de su vida: él, fraile mestizo, nativo del Nuevo Mundo, puede poner en conocimiento del Viejo Mundo los valores religiosos y culturales que "su" joven Iglesia de América ha desarrollado al otro lado del océano. La publicación de la obra del padre Focher fue el comienzo de esta apasionante aventura. Ya para el mes de octubre de 1573, Va– ladés había terminado de preparar la edición, con divisiones, prólo– gos e índices propios. Dedicó el libro al padre Francisco Guzmán, su 278

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