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dos, exigir de conquistadores y encomenderos su diario sustento y, en caso de que se vea envuelto en una inesperada batalla, tirar pie– dras... El autor del Itinerarium opina que el trabajo del misionero no se reduce a las tareas estrictamente espirituales; debe preocuparse también del bienestar temporal del indígena. Este tema ocupa la tercera parte de la obra. Focher hace hin– capié en la conveniencia de que el indio bautizado viva, no solita– rio o en tribus, sino en régimen de reducciones, en comunidades o pueblos de indios donde todos o la mayoría sean cristianos. "Con– viene en gran manera -escribe- agruparlos en poblados". Le preocupa la formación cultural de los indígenas: "Hay que enseñarles todo lo que concierne al culto y a la cultura: cantar, tocar, leer y escribir toda clase de música... Nuestros her– manos (franciscanos) enseñaron a estos neófitos el arte de hablar en público, junto con otros oficios; así tenemos gimnasios públi– cos, donde los niños se educan como en el seminario, tanto en las costumbres cristianas como en el trato social y político". Frailes y obispos a la greña Hacia el año 1546, fray Juan Focher tuvo que abandonar el sosiego del convento de Tzintzuntzan y trasladarse a la ciudad de México, reclamado, al parecer, por fray Martín Sarmiento de Ojacastro, un fraile comedido y un tanto inseguro de sí a pesar de ser riojano ... Fray Martín era comisario general de los franciscanos de todas las Indias desde 1543. Amigo de concertar paces más que de provocar contiendas, se vio, de pronto, envuelto en la enmara– ñada problemática que suscitó la promulgación de las Leyes Nuevas, verdaderamente revolucionarias en orden a la estabilidad social y económica del Nuevo Mundo. En momentos tan difíciles, el buen fray Martín quiso tener a su lado a un jurista tan perspicaz y segu– ro de sí mismo como había demostrado serlo fray Juan Focher. Las cuestiones morales y jurídicas de las Indias se volvieron tan intrin– cadas, que el obispo fray Juan de Zumárraga, para su solución, in– tentó llevarlas al mismísimo Concilio de Trento. El padre Ojacastro no aspiraba a tanto. Le bastaba con las soluciones que le diera Fo– cher. Tanta fe depositó en el jurista franciscano, que, al ser nombra– do obispo de Tlaxcala, recurrió de nuevo a su ciencia. La relación de Oroz-Mendieta informa que, mientras llegaban las bulas papales, pidió "le diesen por maestro al muy docto y santo varón, fray Juan Focher, para que le leyese los sacros cánones". Este, a la sazón, ex– plicaba derecho en el convento de Cholula. Allí tuvo como alumno al recién electo obispo. 271

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