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Por otra parte, el paso de la Iglesia misional a la diocesana era irreversible, y, sobre este punto, las orientaciones del Concilio de Trento se hicieron sentir pronto. Los buenos tiempos habían pasado y a aquel admirable soña– dor vasco sólo le quedaba el recurso de los vencidos: el lamento. "Ya murió el primitivo espíritu; ya no hay el concurso que solía a la Iglesia de Dios", escribe en 1562. Y su lamento es amargo porque se ha perdido, según él, una oportunidad única de traducir el Evangelio a una sociedad cristiana perfecta. Sobre este particular, Mendieta no abrigaba la menor du– da: "En el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas que los in– dios de esta Nueva España". Es una pena, una gran pena, haber perdido semejante oportunidad, única quizás, porque "estaba lama– sa de los indios para ser la mejor y más sana cristiandad y policía del universo mundo". Crisis en Vitoria En 1570, Jerónimo de Mendieta viajó a España como secretario del padre Miguel Navarro, cántabro así mismo y "hombre amable y de entrañas sanísimas". Este viaje -que ha sido estudiado con lu– jo de citas y detalles por el historiador Francisco Solano y Pérez Lila- le ocasionó el momento cumbre de su vida, cuando creyó en– cauzar y poner en marcha sus más acariciados proyectos, y la crisis más aguda y dolorosa. En Madrid se entrevistó con el hombre que más ampliamente compartía sus ideales, el que más dispuesto estaba a secundar su política indigenista y eclesiástica en Nueva España y que, al mismo tiempo, podía llevar sus planes a la práctica: el licenciado Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias desde el 18 de febrero de aquel mismo año de 1570. Mendieta puso en las manos de Ovando sus proyectos de po– lítica indiana -"muy provechosos para descargo de la real concien– cia" según su opinión-, una carta de reclamaciones suscrita por re– presentantes de la población indígenas, y un manuscrito, modelo de caligrafía, "escrito de letra de indio, tan bien formada, igual y gra– ciosa, que de ningún molde pudiera dar más contento a la vista". Jerónimo de Mendieta salió de Madrid cantando aleluyas; pe– ro, al pisar las calles de Vitoria, notó que llegaba con la salud que– brantada (era a mediados de febrero y el helado viento del Garbea hendía cuerpo y alma). A pesar del cariño con que fue recibido por frailes y familiares en su ciudad natal, y del esfuerzo que hizo para 247

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