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Motolinía, el más conspicuo representante de los doce apóstoles de México. En Fray Motolinía, "varón muy amigo de la santa pobreza, muy humilde y muy devoto y competentemente letrado" según el parecer del P. Bernardino de Sahagún, encuentra Jerónimo de Men– dieta su maestro ideal, lo mismo en cuanto a la forma de vida fran– ciscana como en todo lo referente a la evangelización de los in– dios y a la organización de la Iglesia en México. Toribio de Benavente había sido el principal impulsor de aquel arranque sin precedentes con el que se abrió la cristianización de Nueva España; de aquel período misional de oro que se extendió, más o menos, hasta la época en que llegó a México el padre Men– dieta, y que es comparable únicamente con la milagrosa expansión de la primitiva Iglesia. Aquella fulgurante experiencia misionera, según Bernardino de Sahagún, se caracterizó por un "grandísimo fervor": "con gran fervor los religiosos deprendían esta lengua me– xicana y hacían artes y vocabularios della, con fervor predicaban y administraban los sacramentos, enseñaban a leer y escribir y can– tar y apuntar a los muchachos -que estaban recogidos en gran can– tidad en nuestras casas, y comían y dormían en ellas-, con gran fer– vor entendían en derrocar los templos de los ídolos y en edificar igle– sias y hospitales". Mendieta, sensible e idealista, se dejó cautivar de inmediato por aquel fervor. En la actitud apostólica de los primeros misione– ros de México vio reflejados los anhelos más nobles y profundos de su propio espíritu. En la Cristiandad de Nueva España descubrió el más perfecto modelo de Iglesia, su Iglesia ideal. Nadie le pudo, ya apartar de aquel proyecto de vida y acción que tan brillante y re– dondo se le había manifestado en sus primeros años de América. En su Historia Eclesiástica Indiana rememora constantemente el austero y dinámico espíritu de los primeros frailes de Nueva Es– paña: "Algunos hubo (y yo los conocí) que predicaban tres sermones, uno tras otro, en diversas lenguas, y cantaban la misa, y hacían todo lo demás que se ofrecía, antes de comer. Y llegados a la mesa, el regalo que tenían era echarse un jarro de agua a pechos, y no beber gota de vino, por guardar la pobreza, a causa de ser en esta tierra el vino costoso". Con un estilo vivo y chispeante, resalta la austeridad de vida de aquellos santos religiosos. Dice que no hubo necesidad de mila– gros en la conversión de los indios, porque éstos veían en los mi– sioneros 242 "una grande mortificación de sus cuerpos, andar descalzos y des– nudos, con hábitos de grueso sayal, cortos y rotos, dormir sobre una sola estera con un palo o manojo de yerbas secas por cabe-

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