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dad Rodrigo, guardián del convento de Maní; Andrés de Bruselas, superior del de Homún; Miguel de la Puebla, Juan Pizarra, Fran– cisco de Santa Gadea, Francisco de Miranda, Antonio Verdugo y Francisco Aparicio- inician una amplia pesquisa. En cuanto se en– tera de la alarmante noticia, fray Diego de Landa se constituye en Inquisidor apoyándose -son palabras suyas- "en la facultad que su Orden tenía para en aquellas partes, concedida por el papa Adriano a instancias del emperador, y el auxilio que la Audiencia Real de las Indias le mandó dar conforme a como se daba a lós obispos". Como inquisidor, Landa recurre a la autoridad civil. "Pidieron los frailes -añade- la ayuda del Alcalde Mayor prendiendo a muchos y haciéndoles procesos". Tras una verdadera cacería de idólatras llevada a cabo por frai– les y alguaciles, en la que no faltan extorsiones y torturas, se cele– bra en Maní un solemne auto de fe. Lo presiden el padre Provin– cial fray Diego de Landa y el gobernador don Diego de Quijada. Fungen de jueces ordinarios del Santo Oficio fray Miguel de la Pue– bla, fray Pedro de Ciudad Rodrigo y fray Juan de Pizarra. Asiste a la función numerosa concurrencia de gente. Para dar mayor teatra– lidad al acto, a los penitentes se les hace entrar desnudos de la cin– tura arriba, con capirotes en la cabeza, sogas al cuello y velas en las manos. Les preceden el estandarte real y las insignias del Santo Oficio. El aspecto macabro del escenario se completa con rezos de salmos penitenciales y "muchos cadalsos encorozados". Según informa el mismo fray Diego de Landa, con ocasión del auto, "muchos indios fueron azotados y trasquilados y algunos en– sambenitados por algún tiempo". Aunque los penitentes "mostraron todos mucho arrepentimiento y voluntad de ser buenos cristianos", a los organizadores de la tragicomedia -con la que pretendían ate– morizar a los relapsos en idolatría- se les fue la mano, pues, se– gún confesó el mismo Landa, "otros, de tristeza, engañados por el demonio, se ahorcaron". De atenernos a los informes del notario Sebastián Vázquez, muchos quedaron lisiados y mancos por efecto de las torturas sufridas durante las pesquisas. Tampoco se dejó en paz a los relapsos difuntos. Sus huesos fueron sacados de los ce– menterios cristianos y esparcidos por los montes. No todos los franciscanos vieron con buenos ojos la severidad empleada por el provincial Landa. Fray Lorenzo de Bienvenida la desaprobó expresamente, lo mismo que el primer obispo de Yucatán, Francisco de Toral -franciscano también él-, quien pidió al rey que sacara de Yucatán a Landa, porque, debido a su rigor, "en lu– gar de doctrina, los indios han tenido estos miserables tormentos y, en lugar de les dar a conocer a Dios, les han hecho desesperar". 226

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