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Heridos por aquel duro golpe, los expedicionarios se movieron más al este, a un punto donde, en los primeros días del año 1494, erigieron la primera población construida por europeos en el Nue– vo Mundo: Isabela. Allá, en torno a aquel humilde caserío de troncos y yaguas, flo– reció, de pronto, el único Paraíso posible en esta tierra: una comu– nidad de hombres que conviven en paz. Así lo hizo constar un tes– tigo presencial del extraño y fugaz milagro, el marino genovés Mi– guel de Cúneo: "Los habitantes de dos leguas a la redonda... venían a vernos amigablemente, diciendo que nosotros éramos hombres divinos, bajados del cielo; se quedaban contemplándonos y nos traían víveres, y nosotros les dábamos nuestras propias provisiones, de suerte que se comportaban como hermanos". El Paraíso duró sólo unos tres meses. Entre el sistema social y económico de aquellos hombres llegados de Europa y las rudimen– tarias formas de asociación y de producción de los nativos, había un desnivel tan acusado e insalvable, que, necesariamente, dio al traste con aquel engañoso idilio. Aquellos hombres a quienes los in– dios consideraban celestiales eran extrañamente voraces de alimen– tos terrenales. Bartolomé de Las Casas afirma que un solo español comía en un solo día más que toda una familia india a lo largo de un mes. Los pobres nativos, a pesar de su buena voluntad, pronto se vieron en el aprieto de no poder producir el maíz, la yuca y el boniato necesarios para satisfacer las exigencias de los hombres ce– lestes. Lo mismo sucedía con la demanda de oro. Los españoles lo necesitaban, no para lucir una pepita en las narices o en las orejas, como los taínos, sino para exportarlo y negociar con él. Una explo– tación intensiva, imprescindible para responder a las exigencias del extraño cuerpo que se había enquistado en la isla, requería un nue– vo sistema de trabajo, también intensivo. Y para asegurar la mano de obra que semejante sistema de producción necesitaba, el medio más expeditivo y cómodo que hallaron los invasores fue el de uti– lizar al indígena, forzándolo a un ritmo de trabajo al que éste no estaba acostumbrado. Los descubridores llegaron a esta conclusión rápidamente, y el mismo responsable de todos ellos, Cristóbal Colón, no tuvo empa– cho en ponerla por escrito: "Los indios de esta isla Española eran y son la riqueza de ella... ; ellos son los que cavan y labran el pan y las otras vituallas a los otros christianos y les sacan el oro de las minas y hacen todos los otros oficios e obras de hombres y de bestias de acarreo". La guerra primero, y luego la esclavitud y la encomienda, fue– ron consecuencias lógicas de esta actitud de los colonizadores. Su 20
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