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Desde el año 1571 vivió en el convento de Tlaltelolco. El an– tiguo colegio, tanto en el régimen de sus estudios como en su eco– nomía, estaba por el suelo. Anciano, sin salud y perseguido, Saha– gún se dio maña para rehacer aquel su querido plantel de estudios. "Yo que me _hallé en la fundación del Colegio -escribe con su de– jo de nostalgia-, me hallé también en la reformación de él, la cual fue más dificultuosa que la misma fundación". Lo dotó de nuevos libros, en especial de clásicos latinos. En el año de 1578, mientras una terrible epidemia diezmaba el Colegio, Sahagún, profundamente impresionado y enfermo tam– bién él, escribe en tono de lamento: "Casi no está ya nadie en el Colegio; muertos y enfermos, casi todos son salidos". Pero él vivió catorce años más. En 1590, debilitado por una afección gripal, cayó en cama. Sus hermanos del convento de Tlaltelolco le insta– ban a que se retirara a la enfermería de San Francisco de la capi– tal. El les contestaba: -Callad, bobillos, dejadme, que no es llegada mi hora. Pero tanto le importunaron, que accedió a sus deseos. Una vez en San Francisco, díjole al enfermero: -Aquí me hacen venir aquellos bobillos de mis hermanos, sin ser menester. Después de varios días de descanso, regresó a Tlaltelolco, pero no tardó en recaer. -Ahora sí -dijo entonces-. Es llegada mi hora. Y pidió que le trajeran a sus alumnos del colegio, sus queridos latinistas indios, para despedirse de ellos. Luego se hizo llevar a la enfermería del convento de México, donde murió a los pocos días. Contaba noventa años de edad. Su amigo Mendieta dice que fue hombre de oración, de gran recogimiento espiritual. Que nunca, ni en su vejez, faltó al rezo co– ral de maitines y demás horas. "Era manso, humilde, pobre, y en su conversación avisado y afable con todos". Etnógrafos y lingüistas, historiadores y zahoríes de obras per– didas han buscado y rebuscado los manuscritos de Bernardino de Sahagún, y éstos, aunque no todos, han ido apareciendo, como raras joyas literarias, para asombro de eruditos y especialistas. Algunos fueron hallados en la biblioteca del antiguo Palacio Real de Ma– drid, otros en Florencia, uno en el Archivo secreto del Vaticano. Hoy, después de cuatrocientos años, aún se siguen estudiando es– tas obras, de las que, por celo religioso mal entendido, por prejui– cios y estrechez de criterios, su autor fue despojado tan injustamente. Ante la figura voluntariosa y radiante, dolorida y ejemplar de Bernardino de Sahagún, es justo que nos preguntemos con L. Se- 205

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