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tos de jurisdicción sobre indios, le contestó que "a ver si creía que él estaba allí, (en el convento de Tlatelolco) por bestia o majade– ro, para solamente confesar y administrar los demás sacramentos...". Ante tan inesperada respuesta, el clérigo puso pies en polvorosa y no volvió a molestar,.. Tampoco le frenó en sus labores intelectua– les la temible Inquisición. Se metió con él en dos o tres ocasio– nes, pero mostrándose comprensiva. Extrañamente. Tal era, al pa– recer, el prestigio de que gozaba nuestro lingüista. Ni siquiera la vez en que, al elogiar al virrey Martín Enríquez, se le fue la mano llamándolo "Cabeza de esta Iglesia de la Nueva España", sufrió el padre Molina mayores quebraderos de cabeza. El inquisidor se limi– tó a tachar la palabra Iglesia, dejando al virrey en su justo lugar, es decir, como cabeza de Nueva España y no más. Y las cosas si– guieron como siempre, tanto para el virrey como para el pródigo lingüista. Los ocultos tesoros de un idioma desconocido Instalado en un envidiable ambiente de paz y sosiego, fray Alonso de Molina se entregó con ahínco al aprendizaje del idio– ma náhuatl. Tanto más le era preciso su estudio, cuanto que, como él mismo confiesa, no habiendo "mamado esta lengua con la leche", sólo la había aprendido "por un poco de uso y ejercicio" en la ni– ñez. No se le ocultaba que semejante manera de estudiar un idio– ma "no del todo puede descubrir -advierte él mismo- los secre– tos que hay en la lengua". Y a descubrir esos secretos se entregó con gran diligencia. El idioma náhuatl es, en frase de Alonso de Molina, "una mina inacabable de vocablos y maneras de hablar", una lengua "copiosí– sima", cuyo dominio requiere largo tiempo y una constante dedica– ción. Molina procede por etapas. Primero publica su Doctrina bre– ve. En 1546. A pesar de tratarse de una obra primeriza, fue consi– derada como "la doctrina más acertada en buena lengua mexi– cana". Molina cuenta 30 años de edad. Espíritu abierto, libre de mie– dos y prejuicios, publica poco después -también en náhuatl- unas Ordenanzas para uso de enfermeros y empleados de hospitales. En ellas, Molina otorga validez a ciertos conocimientos y prácticas de los brujos y sabios nativos, y se declara partidario de que los curan– deros indígenas presten sus servicios en los hospitales levantados por los cristianos. La misma actitud de apertura manifiesta en relación con el uso de la Biblia por parte de los nativos, opinando que "hay muchos de ellos de muy buen entendimiento, hábiles y muy buenos cristianos, 190

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