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mo comenzó a derribar las paramentos o cortinas, y decía a los de su casa con lágrimas: -Dícenme que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo". No buscaba el poder o la ostentación, sino una vida austera, an– clada en Cristo, pues "sólo Jesucristo es el maestro y doctor -es– cribió en su Doctrina breve-, sólo El es eternal Sabiduría". Caminaba por la calle sin los atuendos episcopales, con su há– bito de fraile menor, con "áspero vestido". Dormía en pobre cama y se levantaba a media noche a rezar maitines. Comía sobriamente, "siempre con lición y silencio". Los viernes acudía al convento de San Francisco "y decía su culpa en el capítulo de los frailes y reci– bía con extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí presidía". "Muero muy pobre, aunque muy contento" -escribe Zumárraga en una de sus cartas-. La pobreza franciscana, que tan a pechos practicó, no sólo le hizo feliz, sino también soberanamente libre. Enterado de que la primera Audiencia de México le había privado de los diezmos que por ley le correspondían, no montó en cólera ni amenazó con censuras, sino, rebosando muy sano sentido de hu– mor, comentó: -"Con unas alforjas podría yo buscar el sustento"-. Así lo comunicaba al emperador el 27 de agosto de 1529, en la épo– ca más recia y negra de su vida. La austera pobreza en que vivía le daba también libertad para criticar el consumismo de su tiempo, diciendo que los excesos en el vestir "demás de quitar el cuero a los indios de las encomien– das", hacían subir excesivamente los precios. Todo indica que aquel buen fraile obligado a ser obispo, nun– ca llegó a ser un mediano administrador de bienes y rentas. El mis– mo confiesa que si no hubiera sido por la generosidad y previsión de su buen amigo y mayordomo Martín de Aranguren, más de una vez habría quedado sin poder llevar un trozo de pan a la boca. Aran– guren, que era hombre de posibles y desinteresado, le sacó muchas veces de apuros económicos recurriendo -ya se sabe- a su propio bolsillo. Pena da leer el testamento del primer obispo y arzobispo de la deslumbrante capital de Nueva España. A las monjas de la Con– cepción dejó ocho guadamaciles, un poco de trigo, y sus alhajas, que serían por el estilo de los demás "tesoros" que a continuación se enumeran. Al hospital Amor de Dios donó tres sillas; al conven– to de San Francisco, sus hábitos y su cama; al canónigo Juan Gon– zález, una mula, y a dos de sus servidores, sus dos caballos. Su única riqueza eran los libros, que, en decir de un cronista, eran muchos y buenos. Destinó la mayor parte de ellos a la comuni- 170
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