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que eran jueces -los únicos jueces- en todas las causas relativas a los indios y que no tenían por qué rendir cuentas a la Audiencia, sino sólo al protector. Y que ellos, los oidores, no estaban para to– lerar tales entrometimientos. Ante el conflicto surgido entre el poder civil y el eclesiástico, Zumárraga creyó prudente convocar a una reunión, en la que las dos partes en litigio estudiaran sus correspondientes poderes, pero les advirtió de antemano que, de todas formas, él no dejaría de cumplir con su conciencia y el Emperador, ni que haría papel mo– jado de las provisiones que traía como protector de los indios. Se– mejante declaración del obispo exasperó aun más a los oidores, ad– virtiendo a los indios que se cuidaran bien de acudir a aquel obis– pillo vestido de fraile si no querían probar la horca. Viendo el cariz que tomaban las cosas, Zumárraga optó por el método de la prudencia y de la persuasión, y se entrevistó en pri– vado con los miembros de la Audiencia. Pero, como este método no daba ningún resultado, utilizó el púlpito para plantear pública– mente los problemas que afrontaba su grey. Los oidores, para sosla– yar aquellos inoportunos sermones del prelado, preferían largarse de la iglesia yéndose de juerga: Salazar, Guzmán y Delgadillo a sus juegos de azar, y el viejo Matienzo a tentar su bota de vino. Para precipitar los hechos, los miembros de la Audiencia recu– rrieron a la calumnia, levantando, tanto contra el obispo como contra los religiosos, "muchos falsos testimonios de cosas feas y deshonestas". Ni aun así perdió Zumárraga la calma; antes bien, volvió a los medios persuasivos, hablando en privado con el presidente y con– vocando a una asamblea conjunta entre frailes y oidores. Ningún medio surtió efecto. Al fin, ambas partes se declararon guerra abierta. Guerra sin cuartel La chispa saltó en Huejotzingo, de cuyo convento era guardián fray Toribio de Benavente. Los indios de la población acudieron a la Audiencia quejándose de que se les había cargado con tres tribu– tos y que más de cien indios habían muerto, víctimas de los insa– ciables encomenderos. En vez de escucharlos, los oidores amena– zaron con la horca a quienquiera tratase de defender a aquellos des– preciables querellantes. Estos llamaron a las puertas del convento franciscano de Huejotzingo, y su padre guardián, no sólo los aco– gió, sino que, en su condición de "defensor y juez comisario" -tí– tulos que le otorgara Zumárraga- amenazó con la excomunión al 162
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