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Condenado a pelear sin armas A semejante infierno de violencia y opresión vino a dar con sus santos hábitos fray Juan de Zumárraga cuando llegó a México. Dato curioso: hizo el viaje precisamente en compañía de los cuatro oidores nombrados para la Audiencia. El los calificó rápida y cer– teramente con esta frase: "Tengo por muy cierto que para lo que con– viene al bien y sosiego de la tierra, fue muy grande daño que Dios permitió a esta tierra con la muerte de los unos y vida de los otros". Los oidores llegaron provistos de grandes poderes, pero el Obispo vino con malas cartas: no había sido aún consagrado, sólo electo, y los límites de su obispado estaban todavía sin precisar. Por otra parte, en virtud de los derechos que el Patronato Regio otorgaba al Emperador, dependía de éste en todo. Hasta el extremo de que, cuando, a los tres años de su llegada a México, el Papa le expidió las correspondientes bulas, éstas fueron retenidas por la Corte, y él, el señor obispo fray Juan de Zumárraga, para poder re– cibirlas, fue interrogado por la autoridad civil acerca de su proce– der con la Audiencia de México, y reprendido. El primer obispo de México apenas disponía de clero propio; por necesidad tenía que recurrir a las Ordenes mendicantes, que en virtud de una bula expedida por el papa Adriano VI en el año 1522 y confirmada por Paulo III en 1535, gozaban de una "omnímoda autoridad", tanto en el ámbito de los sacramentos como en el judi– cial. Suerte que Zumárraga, también del clero regular, se llevó bien con dichas Ordenes. Por otra parte, el cargo de Protector de los 'indios que el Em– perador le había asignado, era un título cuyas facultades y atribu– ciones nunca habían sido definidas; era, como dice García Ecazbal– ceta, "una pieza extraña en la máquina política", destinada a cho– car necesariamente con el poder civil. El obispo Zumárraga entró, pues, en la pelea desarmado, sin jurisdicción real para justificar sus actuaciones, pendiente sólo d~ su propio discernimiento y a merced de aquellos forajidos de la Pri– mera Audiencia que pronto empezaron a enseñar los dientes. Los oprimidos indios estaban al tanto de que había de llegar– les un protector. En cuanto Zumárraga pisó tierra mexicana, acu– dieron a él, y tal fue la cantidad y la gravedad de las quejas que le presentaron, que no le quedó otro remedio que abrir un informe. Ante el paso dado, la Audiencia se alarmó advirtiendo al obispo que no metiera las narices donde no le importaba; es más, añadie– ron los oidores que ya estaban enterados de que había dado títu– los de Visitadores a algunos franciscanos y que éstos pregonaban 161
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