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como en un espejo en las tres obras que escribió: Historia de los in– dios de Nueva España, Memoriales y su célebre Carta al Empera– dor Carlos V. Tan al vivo y espontáneamente y con tantos deta– lles de reacciones personales están redactadas estas obras, que de sus páginas emerge luminosa y fresca la figura de fray Toribio. Su carácter extrovertido, vivaz y optimista irradia una simpatía cautivadora. Ante todo, fray Toribio es un hombre abierto de par en par a la realidad, a toda la realidad. Muestra en sus escritos un sano y constante interés por conocer los mínimos secretos de la na– turaleza y de las gentes de México. Mendieta, que fue súbdito suyo en el convento de Tlaxcala, lo resalta expresamente: "Teniendo relación cierta de estas maravillas de naturaleza, las procuraba ver y las escribía". Pero no era sólo deseo de indagar; era su sensibilidad ante la belleza la que abría sus ojos y despertaba su corazón franciscano. Las montañas de México le obsesionaban. "iüh México, que tales montañas te cercan y coronan!" -exclama en un arranque lírico-. Las describe y vuelve a describir y torna a la carga, afirmando que lo mejor de Nueva España son sus montes y sierras. En cierta ocasión, yendo de camino, no pudo pasar adelante sin contar uno a uno los ríos y arroyos con los que topaba. La cuenta sólo le subió a veinticinco, pero advierte que se trataba de una tierra relativamente árida... En el año 1539 llega al río Papaloapán. Y el austero Toribio, educado en los eremitorios de la árida Extremadura, está a punto de caer en éxtasis. El mismo lo cuenta. "Es verdad que yo iba la boca abierta mirando aquel Estanque de Dios". Aquel fraile que nada quería para sí, apreciaba todo en su jus– to valor. Sus obras dejan transparentar un espíritu atento a todos los aspectos de la vida humana y a todas las manifestaciones de la cultura. Elogia la ciudad de México poniéndola por encima de las ciu– dades europeas. Cree que en toda Europa hay pocas ciudades que tengan tal asiento y tal comarca... Y añade que duda que haya en el mundo ciudad tan buena y tan opulenta como "Timistlitán"... Cada mañana, el pobre fraile que no posee más que su raído hábito, goza contando las carretas cargadas de todo género de pro– ductos y riquezas, que entran en la gran ciudad y, subido al teoca– lli de Texcoco, comprueba cómo es "muy de ver" desde allí el es– pectáculo de México y de los pueblos que rodean la gran urbe. No puede ocultar su admiración por los teocallis, por sus pro– porciones, inmensidad y altura. Cuenta "más de una vez", una a una, las gradas del gran templo de México, y mide las cuarenta brazas 148
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