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mental en el espinoso problema de la cristianización de México. Se trata del ideal más vivamente sentido por él durante muchos años. Lo manifestó en el momento de su muerte con una frase descon– certante, dicha en latín: Fraudatus suma desiderio meo (mi deseo me ha defraudado). La dijo junto al embarcadero de Ayotzingo, cuando, al sentir que había llegado su última hora, pidió que le ten– dieran sobre la desnuda tierra para exhalar su último aliento. Toda su vida había ansiado morir mártir, derramar su sangre por Cristo y sus queridos hermanos de México. Al ver que su más íntimo deseo no se había cumplido, manifestó su hondo sentimiento de frustra– ción. Estas palabras, fraudatus suma desiderio meo, iluminan toda la figura y toda la existencia de fray Martín. El no había venido a conquistar ni a imponer su voluntad; lo que pretendía era simple– mente dar su vida por los vencidos. Si el sacerdote azteca que, con tan sublimes frases, contestó a los doce apóstoles franciscanos en las reuniones de Tlatelolco hubiese sabido los propósitos que ocul– taba el corazón de fray Martín, habría optado por callarse, domi– nado por un invencible respeto. Un hombre capaz de semejante entrega ya no era un simple misionero o catequista, bueno o malo, sino una catequesis viviente. De hecho, no fue un genio organizador -si bien fue él quien con– vocó, en agosto de 1524, la primera Junta Eclesiástica de México para estudiar la estrategia misionera a seguir, en relación, sobre to– do, con la administración del bautismo a los conversos-, ni siquie– ra desplegó una actividad llamativa -en parte porque nunca logró dominar el idioma náhuatl-, pero, gracias a su santidad de vida, fue el alma de aquel extraordinario despliegue apostólico de los pri– meros veinte años de la evangelización de México. Hablando de Martín de Valencia, dice Mendieta que "con aquello poco, hacía más que los otros, por el ejemplo que daba de santa vida". Altas cualidades otorga Bernardino de Sahagún a los compañe– ros de Martín de Valencia, pero sólo a éste atribuye santidad. De fray Francisco Soto opina que era "varón de gran talento y muy exercitado y docto"; a fray Martín de Coruña concede "maravillosa y santa simplicidad"; de Francisco Jiménez dice que era "muy doc– to en el derecho canónico", y de García de Cisneros afirma que era "de gran quietud y reposo"; a Luis de Fuensalida, que había de ser provincial, considera "muy hábil", y a Andrés de Córdoba, "gran trabajador". Sólo de fray Martín de Valencia escribe que era "va– rón de aprobada santidad". Su compañero Motolinía le otorga el revelador epíteto de "amigo de Dios". A toda hora, en cualquier circunstancia, irradiaba santidad. Se dedicó preferentemente a instruir a los niños, "desde el a b c hasta leer romance y latín, pero habiéndoles dado lección, poníase 144

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