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conviene a saber, que sus dioses no fueron poderosos para los librar de las manos de los españoles". Fray Martín de Valencia y sus compañeros continuaron reunien– do día tras día a sus "muy amados amigos" -así se dirigían a sus oyentes en los coloquios-, explicándoles la doctrina cristiana "muy por extenso", como advierte Sahagún. De pronto, en el capítulo vigésimo primero nos enteramos de que "los señores y sátrapas hicieron una declaración rindiéndose por siervos de Dios y renegando de sus dioses". Después de escu– char varias pláticas sobre la historia de la salvación, dieron a enten– der que "estaban satisfechos de todo lo que habían oído". El capítulo octavo del segundo libro habla "del gran llanto que hicieron los oyentes, doliéndose de su engaño pasado todo el tiem– po que sirvieron a los ídolos", y el vigésimo nos informa cómo, des– pués de haberlos bautizado, se despidieron de ellos los misioneros para ir a predicar a otras provincias de Nueva España. Al parecer, la catequesis de los doce franciscanos había sido un éxito. A pesar de todo, años después, fray Martín de Valencia se lamentaba en una carta de que los mexicanos viejos no habían renunciado a sus antiguos ídolos aunque frecuentaban iglesias y re– cibían sacramentos. Y Sahagún opinaba que entre los jefes y sacer– dotes aztecas había habido una conspiración para recibir a Jesu– cristo entre sus dioses, como uno más entre ellos, pero que no ha– bían renunciado a los suyos propios. Sahagún sustenta esta tesis con gran tesón; con todo, no la valida respecto de las conversio– nes logradas en los coloquios de fray Martín de Valencia y sus com– pañeros, pues expresamente admite que los sátrapas y principales renegaron de los ídolos y luego los trajeron a la presencia de los misioneros para deshacerse de ellos. Cristianismo y transculturación Con sus coloquios de Tlatelolco, fray Martín de Valencia abrió el capítulo misional más glorioso de la historia de la orden fran– ciscana: la evangelización de México, considerada por algunos co– mo un fenómeno religioso sólo comparable con la propagación de la fe en los primeros tiempos de la Iglesia. El problema de la conversión planteado a los sacerdotes y je– fes aztecas por Martín de Valencia y sus compañeros no era nada simple, pues entrañaba no sólo un cambio a nivel de conciencia individual, sino también la supresión del culto idolátrico. El culto, a su vez, estaba unido a la historia, a la tradición y al arte, es decir, al modo de ser y de existir del pueblo azteca. La religión y la vida, tanto la individual como la social, formaban una trama inextricable. 140

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