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México al tiempo en el que él llegó. Jamás había imaginado él que la opción que había hecho al dejar la paz de las aulas y de los claus– tros para meterse a misionero de América le iba a enfrentar a una realidad tan atroz y agobiante. Pero, al mismo tiempo, fue enton– ces, sin duda, cuando más satisfecho se sintió de haber tomado aque– lla decisión, criticada, seguramente, por muchos e incomprensible para la mayoría. De teólogo a catequista de niños indios Los tres misioneros flamencos se instalaron en Texcoco, junto a México. Desde allí, pudieron comprobar por sus propios ojos no solamente los destrozos y la desolación de la gran capital, sino tam– bién los soberbios exponentes de su pasado esplendor, muchos de los cuales aún permanecían intactos. Uno de los más impresionan– tes era el teocalli de Texcoco, que, según las cuentas de Toribio de Benavente, tenía cinco o seis gradas más que el gran teocalli de Mé– xico. Texcoco se distinguía también por sus inmensos patios, donde "había harto que mirar", según fray Toribio. Este, que llegó a México un año más tarde que Johann Dekkers, dice que había en Texcoco muy grandes edificios, templos resplandecientes, casas bien labra– das, plazas, enormes y lujosos palacios. El del señor de Texcoco po– seía un huerto murado, con más de mil cedros en su interior. Fabu– losos jardines alternaban con grandes estanques. Uno de estos esta– ba de tal forma construido, que las canoas entraban en él por un canal subterráneo. Ceñudos y temidos sacerdotes aztecas merodeaban aún los templos de Tlaloc y Uitzilopochtli. Bernal los describe cubiertos con sus largas mantas de algodón, sus cabellos enmarañados y en– durecidos con la sangre de los sacrificios humanos, con sus orejas rotas de tanto sacarse sangre de ellas, y con su característico olor a azufre y a carne muerta... La vista de estos sacerdotes, de sus ídolos e idolatrías, la deso– lación causada por la guerra, la gloriosa historia de un imperio y el abatimiento de un pueblo diezmado, vencido y sin esperanza, hicie– ron, sin duda, reflexionar mucho al teólogo Dekkers. Vio con una claridad meridiana que el Nuevo Mundo exigía de él una nueva sen– sibilidad, una nueva actitud que tuviera en cuenta las exigencias de los nativos de América, sus formas de sentir y de pensar, su do– lorosa situación de hombres humillados y sometidos a servidumbre, su lengua y su cultura en peligro de perderse. No, ya no bastaba teo– rizar. No se podía contentar ya uno con las verdades abstractas ni con los libros. A aquel pueblo mexicano, tan atrozmente destrui– do y diezmado, no se le podía salvar sólo con la doctrina, pues lo 112

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