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Testigos de la hecatombe de Tenochtitlán En México sólo les habían precedido dos franciscanos: Diego Altamirano y Pedro Melgarejo de Urrea, ambos capellanes castren– ses de Hernán Cortés. De Diego Altamirano, nos informa el cronista Bernal Díaz del Castillo que, antes de hacerse religioso, "había sido soldado e hom– bre de guerra e sabía de negocios". Pedro Melgarejo de Urrea, sevi– llano, además de ser hombre "de buena expresión", fue fraile de manga bastante ancha en asuntos relacionados con maravedíes y barras de oro, pues, según el mismo cronista, se presentó en el real de Hernán Cortés con unas bulas del señor san Pedro y tales artes usó, que "en pocos meses el fraile fue rico y compuesto a Castilla". Por desgracia, este reparo moral de Bernal se basa en hechos ciertos, pues, el día 12 de noviembre de 1523, el obispo Fonseca envió al general de la Orden una cédula para informarle que fray Pe– dro Melgarejo había traído cierto oro de las Indias sin registrar. Tres años después, el mismo Hernán Cortés, a pesar del gran aprecio en que tenía a su capellán, lamentaba que éste no hubiera deposita– do a su debido tiempo en las manos de don Martín Cortés, padre del conquistador, los diez mil pesos que él le enviara con el fraile, el cual -muy espabilado- "hubo más de trescientos mil maravedíes de provechos de la renta de los juros". Aparte de esta irregular conducta de Melgarejo, los dos cape– llanes fueron testigos e informadores de excepción para los misio– neros flamencos. Gracias a ellos pudieron éstos conocer el ambien– te y la situación de México, en especial el atroz mundo de la guerra y de la violencia. Diego Altamirano y Pedro Melgarejo, en efecto, sirvieron de capellanes durante el asedio a que Cortés sometió la capital azteca. Melgarejo acompañó a los trescientos sesenta y cin– co soldados que marcharon contra Chalco y Yantepeque, Xochimil– co y Coyoacán, seguidos de millares de indios, quienes aguardaban a que se trabase la primera batalla para poder alimentarse de los cadáveres que quedaran tendidos en el campo. Al llegar a Cuerna– vaca, Melgarejo fue testigo del "gran despojo, así de mantas muy grandes como de buenas indias", que allí hubo, según Bernal. En Tacuba, el capellán Melgarejo, subido a un cu o templo de ídolos, consoló a Cortés por la pérdida de sus mozos de espuelas, "que es– taba muy triste por ellos". El cerco de México o Tenochtitlán duró setenta y cinco días. Durante el mismo, los dos capellanes presenciaron escenas dantes– cas. No había descanso de día ni de noche, hasta el extremo de que los soldados, armados hasta los dientes, tenían que dormir con las armas puestas. Soldado que cayera prisionero de los aztecas era sa– crificado a los ídolos. 110
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