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ciscanos pasan de España a América, en su mayoría destinados a misiones y doctrinas de indios. A estos misioneros enviados por España -unos ochenta de ellos provienen de otros países europeos, especialmente de Francia- hay que sumar los nacidos en la misma América, que, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, superan en número a los peninsulares. Si bien el fervor misional de este in– menso ejército de apóstoles franciscanos disminuye un tanto en el siglo XVII, pronto vuelve a florecer, sobre todo con los treinta y tres Colegios Apostólicos de Propaganda Pide que se fundan a to– do lo largo y ancho del Nuevo Continente, desde Zacatecas y Que– rétaro hasta Chillán y Corrientes. A fines del siglo XVIII, más de ochocientos franciscanos trabajan en conversiones vivas de infie– les y en doctrinas. (El despertar misional de los siglos XVII y XVIII produce gran– des figuras. Las presento en un segundo volumen, vistas desde la perspectiva de su "misión en la periferia"). Gracias a esta labor de los misioneros, el indio, erradicado de su propio mundo cultural por la conquista, halla en la Iglesia la me– jor defensa de sus derechos, una adecuada promoción social y el sentido trascendente de la existencia. De los pioneros franciscanos que misionaron en el Caribe -de ellos se habla en la primera parte de este libro-, los archivos y las crónicas han conservado muy escasos informes, algunos de ellos picados por el prejuicio. Las figuras que con estos fragmentos de noticias se pueden componer resultan muy vagás, desprovistas de un perfil definido, sin apenas rasgos personales. Por eso, las hemos encuadrado en reportajes que describen las duras circunstancias históricas en que se movieron. A pesar de todo, las débiles huellas que dejan estos oscuros adelantados de América marcan un ca– mino de clara dirección indigenista. En el Caribe se abren, como en cierne, los grandes capítulos que la Orden franciscana desarro– llará luego en el continente: el estudio de las culturas aborígenes, la educación de los marginados, la denuncia profética, la evange– lización del nativo, la conquista pacífica, la creación de pueblos de indios... En la segunda parte del libro desfilan veintitrés figuras francis– canas del Nuevo Mundo, todas del siglo XVI. Están retratadas des– de un solo ángulo: el indigenista. Este aspecto de sus vidas, aunque parcial, encierra -creemos- la fibra más valiosa de aquellos perso– najes que hicieron depender su entrega a Cristo de su fidelidad al hombre oprimido, conscientes de que, en feliz expresión de Juan Pablo II, "Cristo mismo es indio en los miembros de su Cuerpo". Las figuras biografiadas en este libro no agotan el elenco de los indigenistas franciscanos del siglo XVI. Su misma selección es 8

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