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_¡Ay!, Consuelo, si mi hijo quisiera ser sacerdote, yo examinaría bien su vocación y después ... ya veríamos. Inmediatamente intervino Ángel: _Madre. Y si Jesucristo me llamase, igual que a éste (señaló a su amigo) ... _Pues, hijo, si el Señor hacía un milagro, para que yo conociese sin duda alguna, que realmente te quería para Él... Entonces te dejaría marchar, de lo contrario, no consentiría que te apartases de mi lado. Ángel, al decir esto su madre, tornó los ojos y miró a su amigo como indicándole: ¿No te decía yo?. ¿Eran infundados mis temores?. _Amiga mía, -repuso Dña. Consuelo- a Dios no se le pueden pedir milagros así, como así. Y si en el supuesto que Ángel quisiera ser ministro del Altísimo, muy bien podrías enterarte de si era su vocación verdadera por otros medios; porque ¿quién somos nosotros, para exigir a Dios un milagro?. _Ciertamente, Consuelo, que nosotros no somos nadie, para exigir al Señor nada; pero no ignoras cuán inconstantes y veleidosos son los jóvenes; por eso una madre, que bien ama a su hijo, no se fía de sus caprichos, sobre todo cuando va en ellos su posición en la vida. _Hay en los jóvenes, -dijo Celestino- algo más que meros caprichos, Dña. Remedios, y sobre todo, cuando esos jóvenes están animados por un ideal grandioso. _Bueno -exclamó D. José sacando el reloj- esto lleva visos de no acabar y dije al comenzar a leer la carta, que al terminar nos íbamos. Así que... ¡hala!. Y levantándose él, todos hicieron lo mismo. -85-

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