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de las suyas y se la dió a la vez que ambas, sonrientes, y con un mútuo, rapidísimo y mero: ¡Adiós, adiós!, se despidieron. Dña. Remedios se dirigió a su automóvil con la señora que la acompañaba. Ya acomodadas, el chófer puso en marcha el coche, la madre de Ángel sacó con mucha curiosidad la esquela de la joven y al leerla exclamó: _Ya me parecía, Micaela, que aquella señorita debía de ser hija de algún noble de España, pues ¿sabes quién es?. _¿Cómo voy adivinarlo?. _Pues mira, Micaela, y oye: "Avelina XX hija única de los marqueses X". Ciertamente que he recibido una sorpresa, pero menuda se la llevará ella cuando lea mi esquela. Habían llegado a casa, que se encontraba no muy distante del Liceo, y durante la cena se comentó el caso; caso y comentarios sobre los que, poco después, Dña. Remedios recapacitaba, ya en la cama, hasta que el sueño vino a cubrirla con su plácidas alas. La noche pasó. Los relojes anunciaban ya las ocho de la mañana. Nuestra preocupada señora, todavía acostada, soñaba, soñaba en su querido hijo Angel. Le veía hecho un marqués y ella, gozosa, asistía a la boda... ¡Cuán distintos eran los sueños de él!. A las ocho y media un reloj despertador desvaneció todos los sueños a Dña. Remedios, quien, al darse cuenta del lugar en que estaba, exclamó: _¡Bah!.¡Todo ha sido un sueño!. Sí, un sueño había sido; pero un sueño que había dejado bien marcadas las huellas en el espíritu de Dña. Remedios, y por su causa había de -62-
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