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campechano cerca de su señor. Se sentó de lado, comenzó a mirar a una y otra parte; guiñaba a unos y hacía graciosas muecas a otros como si le importara un bledo toda la música y todos los discursos del fonógrafo. Como sacara Ángel su reloj de bolsillo y viera que iban a dar las cuatro, dió la placa de los Suspiros de España a Celestino para que la pusiera, en tanto que colocaba él las demás en el mismo orden que estaban al principio. Terminada la pieza iba a meter el disco en la caja, cuando he aquí que se le antojó a Roque que se repitiera. Ángel accedió gustoso; pero dijo: _Será lo último, porque después me toca hablar amí. Se volvió a poner la placa en el disco y al terminar la aguja de recorrer su trayecto, Andrés dio un salto e insinuó: _¡Recórcholis! ya se podía haber terminado hace media hora. Casi doy yo también el último suspiro por estar tan aburrido. Y se dirigió a la puerta, pero Ángel le echó el alto. _¡Oye, Andrés! ¿a dónde vas?. _A llamar a las criadas pa que vengan a escucharte a tí ¡recórcholis!. ¿Acaso no lo haces tú mejor que ese bicho?. Y señaló al gramófono. _No, hace falta que llames a las sirvientas: ven, ven para acá y siéntate. Todos miraban a su amo, el cual cerrada la caja de los discos y envuelto el aparato, se expresó de esta manera: _Sin duda alguna que por vuestra mente habrán pasado un sin número de pensamientos acerca del acto -53-
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