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_Hoy lo mismo que ayer. Y me parece increíble que no te hayas dado cuenta, mujer. _¡ Sí, sí, sí!. Bien adivino yo lo que hay; aunque él no me ha dicho absolutamente nada. Dijo esto Dña. Consuelo con la sonrisa en los labios, en tono jocoso, y acompañó las dos últimas palabras con ridícula y a la vez graciosa mueca. Como si esuviera ya cansada de hablar, comenzó de nuevo su trabajo. D. José la miró atónito, se encogió de hombros al par que arrugó un poquito su frente, hizo un pequeño movimiento con la cabeza, calló por breves instantes: muy breves, pues acuciado por la preocupación, quiso que su esposa participara de ella... ¡Era la madre!. .. _Mira, mujer, nuestro hijo está enfermo, o se ha vuelto bobo, o es un santo; de otra manera yo no comprendo su proceder. _Tal vez sea esto último. No te extrañe lo que te voy a manifestar. Siempre que he visto a ciertas personas que cuentan entre sus familias algún sacerdote o alguna religiosa, tu no sabes la envidia que me entra. A tales familias las considero felices, pero muy felices. Esto de tener un hermano y sobre todo un hijo sacerdote o una hija consagrada totalmente a Jesucristo, desposada con Él, para mí es lo más valioso que se pueda dar sobre la tierra. ¿Qué dignidad iguala a la de un simple sacerdote?. Es embajador de Dios, maestro de las gentes y aún más, es su mismo padre espiritual a la vez que también su juez, pero juez cariñoso; él abre y cierra las puertas de los cielos; en fin, el sacerdote es más que Ángel, es otro Cristo. Figúrate lo dichosa que yo me consideraría, si a mi hijo, ese pedazo de mi corazón, le viese -29-

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