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Limpio y despejado el cielo, cual es en verano el firmamento de Castilla, amaneció aquel día 16 de Julio; día grande para Ángel no sólo por celebrarse la festividad de Ntra. Sra. del Carmen, a quien profesaba singularísima devoción, sino también por ser el día señalado para él unirse con su caro amigo Celestino en la estación de Ávila y marchar juntos al Sto. Noviciado, que se encontraba en la ciudad de Bilbao. Ángel descansaba en la cama, y como hubiera dejado por la noche de par en par el balcón, la aurora donosa y hechicera se introdujo en la alcoba, le cubrió con su mantilla de terciopelo, acercó su rostro sonrosado y sus labios de coral a los párpados de Ángel y estampó un beso; beso que le despertó; beso que la aurora le dió por encargo de aquellos misioneros y salvajes que el sol iba a dejar de alumbrar por acercarse en aquellas lejanas tierras el anochecer. Esto se pensó Ángel al abrir sus ojos y encontrarse circundado por aquella luz rubicunda. Se levantó, y, no del todo vestido, se asomó al balcón; escuchó atento las notas rítmicas de los pajarillos que parecían las tiples de órgano con su debido acompañamiento los arrullos de las palomas. Ángel miró hacia la parte por -245-
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