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Con más satisfacción que si le hubiera tocado el premio gordo de la lotería había comunicado Ángel a su amigo Celestino la nueva de que su madre, reconocido el castigo de Dios, le había concedido permiso para comenzar la carrera eclesiástica. Era el primer paso hacia la consecución de su ideal; el primer eslabón de la cadena de concesiones que fácilmente habrá de obtener ya de su madre: eso se creyó Ángel y en esa creencia estuvo unos meses, contento y alegre como unas pascuas. ¿Qué más podía desear?. Su hermano había sanado y él había conseguido en parte su deseo. Pero ¡Ay! se engañó. Un día se le ocurrió a Dña. Remedios hacer un bordado, para dibujarlo fué a buscar el compás al cuarto de su hijo Ángel, el cual había salido de casa y por descuido había dejado sobre la mesa algunas cartas de su amigo Celestino. Al verlas Dña. Remedios al principio no hizo caso; mas, como le llamara la atención el timbre franciscano, cogió una carta y comenzó a mirarla detenidamente; le picó luego la curiosidad de saber de quién era aquella hermosa letra y, como viera que firmaba Celestino, cayó desgraciadamente en la tentación de leerla. Al principio nada le admiró; mas, llegó a un punto que le hizo cambiar de color, cual si una oleada de bilis le -227-

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