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no las percibiera. Después, una comenzó a cerrar la puerta por dentro en tanto que la otra descaradamente se fué hacia Ángel, quien no quiso quedar vencido, clavó los ojos en el crucifijo y el cuadro que representaba su ideal. Y, cual si le hubiesen herido en su pupila, dió un bote sobre el sillón y de dos brincos se puso junto la cómoda. Abrió uno de los cajones, cogió una pistola, descargada, se enfrentó con su adversaria y grita: _Retrocede y marcha, porque si no tu sangre correrá por este suelo. "¿Piececitos para qué os quiero?". En un acto reflejo se debieron decir las señoritas; pues abandonaron a escape la habitación. Ángel al verse solo, dejó el arma en el cajón de donde la había cogido y se arrojó a los pies del crucifijo, los cubrió de besos, así como también al cuadro. Y se acordó entonces de su amigo Celestino. Atribuyó a sus oraciones la victoria. Las señoritas, recobrada la serenidad, se fueron al comedor y pidieron a Dña. Remedios que saliera un momento; le contaron el caso acontecido, cubriendo, ¡claro está!, la causa del por qué Ángel las había amenazado. Dña. Remedios con palabras, dulces para ellas y amargas para su hijo, trató de desagraviarlas; luego, con los ojuelos chispeantes, apretó los puños y marchó aceleradamente a encararse con su hijo. Las dos señoritas, curiosas de lo que Dña. Remedios iba a hacer, la siguieron y quedaron en una habitación inmediata a la de Ángel en la que desafortunadamente entró su madre y le increpó tan duramente que no reparó en llamarle algunos denuestos; cosa que todavía jamás había hecho. -218-

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