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sola frase, otros muñecos y figuras se presenciaban diseminados por aquel nacimiento lleno de musgo, césped y serrín que se hallaba hasta dentro del portalico donde estaba el Niño Jesús en un pesebre por cuna, la Virgen y S. José a su lado, y un buey y una mula reposaban a la cabecera. A la diestra junto al nacimiento había colocada una mesa, destinada para poner en ellas los dones ofrecidos al Divino Infante, y que se repartirían entre las familias de los criados y los pobres el día de Navidad según la tradición constante en aquellas dos casas. Habían llegado al oratorio, D. José fue el primero, que de rodillas, adoró al Niño y le ofreció un don: cierta cantidad de dinero que puso en la mesa; a éste siguió Dña. Remedios, que dejó al levantarse algunos billetes de pesetas; continuó Dña. Consuelo: su don fue la misma cantidad de dinero que dió su esposo; prosiguieron los criados más ancianos ofreciendo, quien unos cuantos chorizos, quien garbanzos, quien vino; el señorito Jesús ofreció un jamón, y siguieron a éste los criados jóvenes, dando cada cual su cosa; cuando tocó su vez a Ángel, reinó un profundo silencio, todos los ojos se clavaron en él y todos aguzaron sus oidos para no perder ni una palabra que saliera de su boca. Angel se arrodilló delante del Niño Jesús, le miró un instante en silencio, y después exclamó en latín, para ocultar su generoso ofrecimiento: "Ego, Bone Jesu... tibi óffero cor meum"; juntó sus manos sobre el pecho, cerró los ojos, volvió a guardar por otro instante silencio. Luego, sin pronunciar palabra se quitó el anillo de oro de su dedo y se lo puso al Niño Jesús en la mano que -206-
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