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Sentado en magnífico sillón, con los codos sobre la mesa y la cabeza recostada entre las manos, se encontraba el señorito Angel triste, meditabundo y solo en suntuosa habitación donde la vanidad se mostraba airosa en los preciosos tapices, cuadros, espejos de media luna, relojes y otros objetos y monerías, que engalanaban las paredes. Sacado Ángel de la abstracción un tanto vaga en que se hallaba por un ¡tan! ¡tan! repetido en su puerta, levantó la cabeza y con voz fuerte y sonora respondió con su acostumbrada muletilla: ¡Adelante!. Se abrió la puerta y apareció un joven, que frisaba en los diez y seis abriles, de elevada estatura, cabeza redondeada, cabello algún tanto rubio, ojos castaños y de mirada penetrante, rostro sonrosado y labios de amapola en los que se dibujaba graciosa sonrisa, nariz bien proporcionada, barbilla ligeramente inclinada hacia fuera. Era Celestino, el íntimo amigo de Ángel; por eso éste se levantó inmediatamente del sillón y se dirigió a él, le estrechó la mano y le dijo amigablemente: _¡Hola, Celestino! ¿qué tal?. _Bien, gracias a Dios, Ángel, y ¿tú?. -5-
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