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Era el mes de abril. D. José con su esposa y Celestino habían salido en el auto a dar un paseo por una finca que poseían en el espacio intermedio de las estaciones de la Maya y Pizarral. La finca es preciosa y está formada por tres montes consecutivos. El primero, por ser la primavera, se encontraba tapizado de aromáticas flores. Hacía resaltar más su hermosura el no tener ni un solo arbusto. En su cima, cual si fuese la reina a la que tales aromas y flores se le ofreciera, se levanta una casita. Es la vivienda del rentero, y a unos cincuenta o setenta metros más abajo, pasa el ferrocarril dando casi media vuelta al monte. El segundo monte, como si fuera el esqueleto del primero, carece de todo vegetal y es de tierra y de piedra de granito. Según el decir de aquellas gentes, las ruinas, que se ven en lo más alto de este monte, son ruinas de un antiguo convento. También es tradición constante que en la profunda cueva que tiene, estuvieron escondidas dos campanas durante el dominio de los moros. Y afirma la misma tradición, que, expulsados los moros de aquellas tierras, los vecinos de los pueblos de Pizarral y Cabezuela, como no se avinieran después de mucho discutir sobre qué -91-
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